Con todo, aquella embarcación que representaba mi familia, en poco tiempo podía ir muy bien a la deriva, por no ser los mares de nuestros días apacibles, sino, muy al contrario, levantiscos e impredecibles. Llenos de traicioneras olas. Y ya llevábamos tres de aquéllas. Olas a las que no habíamos sucumbido, pero respecto de las que no era tarde para poder hacerlo en una cuarta.
Había que afianzar la embarcación. Atar bien los cabos. Y a tal fin se imponía una disciplina. No era momento de dejarse llevar por rencillas del pasado, so pena de hacer aguas y arramblar todo el mínimo resquicio que se dejara.
Después ya se vería, pero, antes que nada, había que garantizar ese después en el que se vería.
Como capitán de la nave había de mantener la vista clara, no habiendo nada mejor, para ello, que el agua. Ya no nos subíamos "mahou" del súper. A lo sumo me regalaba con unas "buckler" analcohólicas.
Mi lucidez llegó a tales extremos que yo mismo me sorprendía, descubriendo de paso que aquella costumbre de abotagarse con el alcohol no era para ganar confianza en uno mismo, sino para no tener que ver la realidad de una forma demasiado clara. Era la inteligencia la que llevaba a aquel camino, aunque, también, la que conducía al camposanto, como efecto indeseado o secundario de tal práctica.
Mis hijos- salvo la pequeña, que aún no se enteraba de nada- lo agradecían. E incluso un día se le escapó al mediano.
- Qué bien, que Luisa no te va a ver borracho ningún día.