Era de noche y sin embargo llovía. Así rezaba un fragmento de aquellas novelitas de Lafuente Estefanía que tanto pululaban por las habitaciones del fondo del corredor y cuya coordinación de oraciones no dejaba de sorprenderme.
Nuestra historia comenzó a mediodía y no remató hasta bien metidos en la negrura de una noche que acabó siendo lluviosa y oscura. Las consecuencias perduran hasta hoy. Un desaparecido y un atleta. Parte del final me llegó por observación directa. De lo que aconteció antes dieron fe diversas fuentes, aunque no todas dignas de crédito. La otra parte final estaba incluida en un mensaje cifrado que un tal Agapito metió en mi PC el 7D a través de un troyano.
Sería al final de la comida. Lo recuerdo porque Emeritino y los colegas extremeños de la seis estaban prestos a pegar la oreja al transistor, atentos a un partidazo del Atleti. De una de las habitaciones del principio venían los acordes a tuti plen del Johnny B. Goode de Chuck Berry. Otros, menos interesados por la música que por el fútbol, habíamos quedado en ir a la parte de atrás de la residencia para apañar unas castañas, que después serían dignamente asadas en la papelera multiusos del cuchitril que también hacía de habitación. Y cuando salíamos para tal menester, pudimos ver marchar hacia el lado contrario a Reinaldo, con chaqueta galana como para ir a misa, dejando tras de sí un aroma a pachuli que despistaría a un sabueso.
Nos resultó extraño, en aquella tarde aún soleada, ver como Reinaldo tenía dos sombras, ambas en la misma dirección y que en una de ellas no se reflejaba la bolsa de comedor que llevaba en la mano.
Todo lo que sigue y fruto de las informaciones no contrastadas y dignas de poco crédito llegadas en el caballo de Troya.
Parece ser que Reinaldo se disponía a pasar una fervorosa tarde en El Seijal, un local que se había puesto de moda allá por los sesenta, sobre todo desde que las nietas del Dictador habían acudido a un concierto del sex simbol de la época, Raphael. El camino a pie, si apurabas un poco, se hacía en una media hora. Muy improbable sería que, en las pocas horas que había antes de que la laboral cerrase las puertas de entrada, no encontrara algún romance furtivo en medio de las tres plantas de la sala de fiestas. Agapito, cuando vio que el compañero se rociaba de pachuli en los baños, enseguida adivinó las intenciones y marchó detrás de él. Malo sería que estando del lado de hombre tan hecho no rozase él también las mieles del triunfo.
Por la laboral se decía que las mozas del lugar acudían allí para conocer futuros médicos o aparejadores, ingenieros e incluso abogados o profesores de latín. Se sonaba también, en otra clara prueba de que la rumorología laboralina era más falsa que las monedas de tres pesetas, que a ellas les gustaban los mozos con pinta de hombre, de ahí que Reinaldo llevase cultivando el bigote desde el comienzo del curso.
Pensó en ir corriendo, para sacar más beneficio al poco tiempo que tenía, pero descartó la idea, pues el olor a sudor no agradaría las mozas. Agapito, que le había leído el pensamiento, respiró aliviado, pues él en las carreras de educación física siempre acababa asfixiado. El plan de Agapito, en el que las púberes nunca se fijaban, era aguardar a que Reinaldo ligase con alguna y que esta tuviese una amiga con la que él, haciéndose el aparecido, también tendría roce. Pero entre ilusión e ilusión la tarde pasó con más pena que gloria y el tiempo se echó encima.
Reinaldo hizo corriendo el trayecto de vuelta, más por la lluvia que había comenzado a caer que por el hecho seguro de ir a tener las puertas exteriores cerradas. En efecto, los perros de Don Rumano, dos sabuesos de raza doberman criminalmente adiestrados por el director, no le preocupaban. Habría que saltar el muro, sí, y ya estaba previsto. Recogería la bolsa de comedor que había dejado escondida en la ida, detrás del estanco, y les lanzaría a los canes el zanco de pollo frío y las dos chocolatinas que contenía. Avanzó hacia el muro con decisión dispuesto a lanzar la comida salvadora.
Agapito, menos avezado en el arte del correr, le había perdido el rastro a Reinaldo unos 300 metros antes del bar Manolo. Pero en el tiempo que nuestro amigo llegó a la laboral, comprobó las puertas cerradas y volvió atrás hasta el estanco para buscar la bolsa en la oscuridad, hubo ocasión para que Agapito le diera alcance. Justo en ese momento, creyendo que Reinaldo ya iba a saltar, hizo él lo propio, sin reparar en los sabuesos.
Agapito resbaló y cayó de morros justo en el que él creía un monte de tierra hecho por topas, hasta que el hedor lo guió a la verdadera naturaleza de aquel regalo canino. Sin tiempo casi a enterarse de que estaba lleno de mierda, sintió como los cancerberos se le echaban encima. Nunca habrían dado con él si no fuese por aquella hedionda imprimación facial.
Reinaldo, con la mano en alto y con el muslo de pollo en la punta de esta, no salía de su asombro. Los perros habían salido hacia la izquierda aullando como posesos. No se lo pensó dos veces. Guardó la comida en la bolsa y saltó por encima del muro. Uno de los perros se giró. Reini -así le llamábamos nosotros- corrió hacia la derecha con todas sus fuerzas. Tenía que llegar, en ligera subida, hasta la tercera residencia. El perro se acercaba. Cuando llegó a la zona de jardín que había bajo las ventanas, pegó un salto atlético y se agarró a la repisa que recorría la parte baja del ventanal. Consiguió subir no sin dificultad. El chucho bajó el hocico y emitió un aullido lastimero, como de derrota.
Atrás había quedado Agapito, que se debatía entre la vida y la muerte, y sentía las garras del perro arañarle la culada. A punto de ser atrapado y destrozado por aquella bestia en su huir por la zona de aulas, de repente encontró la salvación en un hórreo que estaba allí estratégicamente colocado. Subió a la muela del hórreo y permaneció allí de pie, tieso y con el torso pegado a las frías piedras. El sabueso abajo, amenazante. La lluvia caía con más fuerza y poco a poco fue lavando la cara de Agapito, que sentía como la mierda pingaba y caía al suelo. El animal comenzó a olfatear el suelo y a amansar. Se sentó y quedó allí en reposo. Agapito sabía que tendría que pasar allí la noche.
Reini, subido en la repisa, escuchó los acordes del wish you were here. Venían de la habitación tres, de la que alguien había abierto la ventana y estaba recogiendo para adentro una maceta con una plantita muy delicada y que no querían que se mojase. Lanzó un ehhh en medio de la noche y entró por allí. Sin dar explicaciones, mojado y con la bolsa en la mano, iba atravesando el pasillo hasta la doce. Al pasar por los baños, le pareció ver que alguien hacía posturitas de kárate delante del espejo. Por la puerta de la seis salió un grito: goooooool del atleti. Un olorcillo a castañas asadas salía de la doce, donde estaba yo. Reinaldo entró, sacó el zanco de la bolsa, lo calentó un poco en el lateral de la papelera-horno y se puso a cenar. Las chocolatinas las guardó en un cajón. Y quedó pensando que eso de correr no era mala cosa, que le había salvado la vida. Y así hasta ahora. Es campeón comarcal de pedestrismo.
Cuando Don Rumano fue a por los perros de buena mañana, los encontró al pie del hórreo, ululando bajito y con la mirada puesta en la columna del hórreo. El director se quedó extrañado. Allí no había nada. Nunca habíamos sabido y jamás supimos de Agapito, hasta el 7D. Y nadie lo echó en falta.
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