Volvimos grupas hacia la urbe, y aunque entonces no lo supiéramos, lo hacíamos derrotados. Dejaríamos de ser como se era en los pueblos, para pasar a anónimos urbanitas, desconocidos. A lo sumo, uno de los nuestros se haría alguien, pero a título individual, no como miembro de una familia, de una estirpe. Nuestro horizonte sería, una vez al año, el de una playa de levante, por vacaciones, por treinta días. El resto del año la fachada del edificio de enfrente.
Los vientos y las olas serían la marea constante de vehículos, con una pequeña tregua de madrugada. Allí, en el foro, olvidaríamos, sin embargo, los dimes y diretes, para pasar a ser ciudadanos, hombres sin adjetivos.
Y todo ello lo dejamos el día que enterramos al tío Arturo, pero de ello sólo éramos vagamente conscientes los adultos. Quienes viajaban al fondo del vehículo pensarían en adelante que los alimentos venían de un supermercado y que el horizonte era y sería una línea gris que casi impedía mirar el cielo. Que aquel cementerio en el que reposaba nuestro tío- abuelo formaba parte de una película; algo casi irreal, un accidente, un episodio del pasado, de un pasado vagamente suyo.
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