Por las noches nos acostamos y en la mañana nos levantamos para vivir un día más. Hay que asistir al trabajo o hacer las actividades cotidianas que nos ha impuesto esta maldita pandemia. Quédate en casa nos pregonan por todos lados, aunque a veces sea imposible hacerlo porque si no salgo a trabajar, no como. Y en el trajinar de los días no pensamos en la muerte; sin embargo ahora la tenemos muy cerca, porque sabemos de ella todos los días por las noticias, los amigos, los conocidos, lo que nosotros mismos observamos, casi casi nos llevamos de “a cuartos” con ella, porque ahora está muy cerca, se ha hecho tan popular, tan cotidiana, que tropezamos con su presencia a cada rato, nos la topamos de frente, de espaldas, de perfil o a la vuelta de la esquina y se nos hace tan común su trabajo que creemos que no nos puede tocar, que somos invulnerables, que a nosotros nos va a respetar. Entonces, obviamos el cubrebocas, la sana distancia y comenzamos a ponernos en riesgo, porque ya estamos un tanto hartos del encierro, de contemplar las cuatro paredes de nuestra habitación. Digo esto no con afán de asustar a nadie, hay que salir cuando sea absolutamente necesario. No digo nada nuevo, por fortuna nos lo recuerdan varias veces al día los medios de comunicación.
A todos nos ha tocado una parte de dolor, por la partida de un familiar, amigo, conocido, etc; pareciera que este maldito bicho no va a menguar nunca. A mí me tocó la primera dosis de la vacuna el día de ayer, no he sentido grandes malestares y espero seguir así. Ahí está la esperanza y con todas nuestras fuerzas hay que aferrarnos a ella sin omitir las actividades preventivas.
No sé por qué y para que digo todo esto, si ya lo sabemos todos. ¡Ah, no todos!, porque muchos seguimos actuando como si nada pasara. No le tengo miedo a la muerte, pero intento cuidarme y seguir todas las medidas sanitarias… por si las cochinas moscas...
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