Lo supe desde la primera vez que te miré aquella tarde cuando bajabas del tren en la estación de Valdemoro, tan próxima a mi casa del suburbio.
Observé con lujo de detalles aquel halo de luz que te bañaba desde arriba y me quedé pasmado.
Fue –supongo– como cuando la gente que entonces vivía en Filipinas vio llegar por primera vez los barcos de Magallanes. O como cuando Rutherford notó que las partículas del átomo se desviaban debido a la existencia de un núcleo. Supongo que así fue mi mirada aquel día.
Se lo comenté enseguida a mi habitual compañero de empleo y de viajes y me contestó con desgano:
–Nadie tiene un halo de luz a menos que lo ilumine un foco.
Hay millones de personas así en este mundo. Y no es que yo me crea particularmente especial, debo admitirlo, pero en cierto modo lo soy. La materia, la famosa materia, no es otra cosa que un inconmensurable vacío donde danzan su alucinante vals minúsculos electrones alrededor de un núcleo.
Es energía pura.
Eso ya lo descubrió Rutherford. Nada del otro mundo pero difícil de aceptar para mucha gente. El caso de la muerte y la descomposición corporal nubla el pensamiento de cualquiera.
Mi amigo, mi compañero de viaje, era poeta en sus horas libres y al igual que yo, supernumerario de una oficina estatal. Los dos deseábamos escapar de allí, aunque con diferentes planes. El deseaba retirarse a extramuros, a un barrio aislado y escribir un poema que emulara a los del Dante. Buscaba escribir un texto muy extenso, compuesto por tercetos –tal cual el poeta toscano– pero mucho más largo. Anhelaba llegar, de un modo un tanto pueril, a los 1200 cantos; bastante más prolongado que la Divina Comedia, claro.
Lo titularé –me dijo un día– “Cuando Me Desintegre”, y la verdad es que no sé si lo leerá o lo aceptará mucha gente pero si cumplo con ese propósito siento que daré mi paso por el mundo justificado por completo.
–Un día todos nos vamos a desintegrar. – agregó sin mirarme.
En cambio yo tenía otros planes. Estudiaba escultura. Trabajaba en lo plástico. Desdeñaba las palabras que mi amigo adoraba y las consideraba, acaso de manera equivocada, como unos meros símbolos gráficos.
Me retumbaba en la cabeza la frase de Joyce: “Para vivir, para equivocarse, para fracasar o para triunfar es necesario recrear la vida”.
Y así estuve un par de años, mirándote bajar con delicadeza las escaleras del vagón, observando alucinado tu paso sensible por el cemento del andén mientras te rodeaba siempre el halo de luz sobre tu cabeza. Te miraba alejarte en dirección a la salida, fascinado, y te adoraba como se adora a una diosa dadora de vida, como se adora a lo trascendente y también a lo inexplicable.
Hoy vivo en una isla, en Caleta de Sebo, en medio del Atlántico.
Me he puesto a darle forma a nuevos seres. Lo hago con arcilla y argamasa. Los voy modelando según me parece. Algunos son hombres, algunas son hembras. Todos ellos son bellos y también necesarios. Yo simplemente les doy forma, los miro con interés y les hago llegar mi ternura apasionada aunque, desde luego, jamás voy a golpearlos con el martillo como alguna vez lo hiciera Miguel Ángel.
Tengo las cosas demasiado claras.
Sé bien que un día, cuando todo esté perdido, tú descenderás desde el cielo hasta la isla, bañada con tu halo luz y le darás vida a toda mi obra y yo te miraré llegar sin decir nada. Lo supe desde esa primera vez que te vi aquella tarde, en la estación de Valdemoro, cercana a mi casa del suburbio.
Mientras tanto, en el momento que llegue el final del trabajo, bajaré uno por uno los escalones que me llevan a la playa y me pondré a mirar el horizonte y las olas lejanas. La una detrás de la otra. Repitiendo el ritual de lo impostergable y de lo que debe suceder por fatalidad hasta en el último boceto de mi cuaderno.
Como lo que nunca tiene fin y como el amor que remeda lo eterno.
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