Y ahora, en petit comité- dado el escaso éxito de estas memorias mías- les contaré lo jugoso de la historia. Imaginarán escabrosos episodios sexuales- tal como va orientada la narración-, pero no se trata de ello. Se requiere cierta dosis de maldad para sobrevivir en este mundo. Estamos entre adultos; creo que me lo concederá el lector. El caso es que tuve que mentir y lo hice- ahora tantos años más tarde lo veo- sin remordimiento grave de conciencia. Era mentir o salir disparado de aquel puesto. En una ciudad como aquella las mentiras no tienen las patas tan cortas como se dice, lo que me indujo a callar como una tumba. El caso fue que se supo lo del whisky Macallan: aquel espirituoso elixir. Y ya saben la máxima: quien miente una vez, lo hace siempre. Pues bien, tuve que consentir que despidieran a Madame Brouard- la encargada de la limpieza de la sede parisina del I. C. E. X.- bajo la acusación de que era responsable uno- sin mover un dedo, ni articular palabra. En realidad fue una mentira omisiva, que me suma no en la mendacidad absoluta, pero sí en el deshonor. Pues consentí que la buena señora, enjugado su rostro en lágrimas, perdiera un puesto de trabajo que quizá necesitara más que yo el mío.
En contrapartida no se me ocurrió otra cosa que dejar el alcohol desde entonces, de por vida.
Ahora, tanto tiempo después, en el ocaso de mi existencia y en soledad prácticamente absoluta, vengo a confesarlo en estas páginas. Desde entonces tuve que convivir con un canalla- que era uno mismo. La gente se asombraba de mi cambio radical a los aguachirles. Algunas veces decía que me había vuelto islamita y otras ponía una y mil escusas cuando de celebrar se trataba. Esta circunstancia se gravó en mi carácter y desde entonces, ya que no honesta, me transformó en una persona circunspecta y seria. Imploro cierta condescendencia: era uno joven, inexperto, y, como se demostró, no demasiado correcto. |