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Y a tal fin- me preguntaba, cuando la suerte se mostraba remisa a los efectos de aliviar mi soledad- me he venido a París. Y me respondía que sí. Hubiera sospechado y mucho de un encuentro casual que se produjera, por ejemplo, en Madrid. Aquello no estaba hecho para encuentros casuales amorosos. Estaba para escribir novelas y poco más. Cada ciudad tiene su finalidad, su especialidad. Madrid y su spleen- que dijera Umbral-, París y el encuentro casual, Valdepeñas y el vino: cada sitio tiene su especialidad. Uno va a París a enamorarse, aunque tenga que echar unas cuantas horas extra para pagarse la estancia. Pero a lo que va es a amar. Y para ello, impepinablemente, tiene que darse un previo, necesario, imprescindible y fatal encuentro casual. Lo de fatal en el sentido de inevitable, no en el de desgraciado o aciago. Y era que uno creía a pies juntillas en la fatalidad. De todo. Si estaba de darte, por ejemplo, una hostia con el coche, te la dabas. Claro-podrá decir el lector- salvo que lo dejes en el garaje y lo uses sólo para mirarlo. Y lleva razón; pero salvo tal excepción, todo lo demás es fatal. |
Texto agregado el 26-03-2021, y leído por 58 visitantes. (0 votos)
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