. Las voces internas del ruidoso Santiago
Son las siete y media de un cálido martes que anuncia la inminente llegada de la primavera en Santiago. El Centro Cultural Gabriela Mistral tiene sus puertas abiertas de par en par, y me apresuro para hacer ingreso a tiempo a uno de sus modernos salones. Mi objetivo: presenciar el concierto Brahms v/s Brahms, en el marco del ciclo Voces Chilenas organizado por el Instituto de Música de la UC.
Los asientos van siendo ocupados por el público y la sala se va poblando paulatinamente. A medida que llega la gente, noto que no era el tipo de asistentes que esperaba ver. Mujeres con sus hijos, ancianos, jóvenes y personas de distintas edades y estratos sociales llegan al lugar en respetuoso silencio. Cómodamente instalado en mi butaca, las luces bajan de intensidad para anunciar el inicio del espectáculo, quedando iluminados un solitario piano y un micrófono casi imperceptible. Estoy ansioso, y al parecer el resto de la audiencia también.
Diez minutos de espera fueron suficientes para comenzar con la breve reseña de un flemático presentador quien, encargado de darnos la bienvenida y contextualizar al germano autor y su Obra, explica que las piezas del programa fueron compuestas en una etapa culminante de la carrera de un ya maduro Johannes Brahms. Además, nos indica que el autor recoge los poemas sombríos de la época romántica, cuyas temáticas abordan la juventud perdida, el otoño como consecuencia del verano, piezas llenas de contraste, dualidad y añoranza nostálgica de una época que no volverá.
Una vez finalizadas sus palabras, y luego de las palmas ansiosas, irrumpen en el escenario 29 integrantes del Coro de Cámara de la UC y su joven Director asistente –Felipe Ramos–, con lluvia de aplausos para cada uno de los 30 en escena (mayormente mujeres), quienes, luego de ordenarse en una tarima de dos niveles, fueron uno a uno abriendo sus libros de partituras. En cuanto los tuvieron abiertos, las luces siguieron bajando su intensidad, el Director ejecutó en el piano las tres notas que permitieron afinar su coro, y luego de posicionarse de espaldas al público, comenzó a mover sus brazos casi como si él mismo estuviese interpretando la obra en cuestión.
Con una polifonía permanente y un ritmo mensurable cuya medida es indicada por el propio Director, música y texto se entrelazan desembocando en una sinestesia tal que – y sin conocer mayormente el alemán – logré percibir la emotividad de los poemas detrás de la música, todo con una expresividad palpable y perfectamente identificable. Los sombríos textos se hacían espacio entre sostenidos y bemoles entregando un único mensaje declamado en lenguaje universal. Un aplauso tímido y equívoco interrumpió la ceremonia, llevándose más de una mirada de rechazo por parte de la protocolar audiencia, al romperse el ambiente de sutil recogimiento que se venía gestando desde un comienzo.
Al parecer, permanece en los coristas la idea de canto/encanto quienes, conducidos por un director –a su vez guiado por el autor–, se adueñan de todo el tiempo necesario para establecer una comunicación divina, cuyo mensaje dista mucho ser de súplica o alabanza. Luego de veinte minutos de asombro, nostalgia, alegría, susurros, gritos y persecuciones, y luego de cerrar los libros con partituras e indicaciones, el público aplaudió cada vez que el conjunto manifestara su gratitud en coordinadas reverencias, una y otra vez, para posteriormente abandonar el escenario en orden inverso al de entrada. Las luces suben ligeramente su intensidad para mostrar un quiebre. La gente se inquieta, pero comenta discretamente.
Minutos después, el salón vuelve a inundarse con aplausos, advirtiendo con la luminosidad del recinto que era el turno de los talentosos intérpretes Doris Silva (soprano) y Mario Lobos –quien acompaña en el piano–, de lucir su virtuosismo. Envueltos en aplausos, sonrisas y elogios, esperan el silencio total para poder dar inicio a la segunda parte del concierto. Me acomodo en mi butaca, y espero. La ansiedad, aún intacta.
Ella rompe el silencio con una consistente voz, de frente a nosotros, seguida por un piano de igual tonalidad que la persigue y se funde en ella, entrelazándose en armonías, acordes y compases. Sus caras reflejan fielmente la tensión de lo interpretado, emotivamente, reflejando esperanza, anhelo, decepción. Conversan las cuerdas del piano con sus cuerdas vocales, y se enajenan de sus cuerpos con el motivo artístico que a todos nos convoca esta tarde de septiembre, cálida y nueva.
En quince minutos quedamos suspendidos con la interpretación llena accidentes emocionales, mezclando y confundiéndonos con clímax aparentemente melancólicos que fueron quebrados una y otra vez con acordes mayores. Las tres canciones interpretadas, cuyos nombres en español correspondían a tópicos como La noche de mayo, Un joven enamorado amor-embrutecido y A un arpa eólica, se representan con un metalenguaje tal que, todos conmovidos, nos desbordamos en catárticos aplausos antes tales vibraciones que parecían entrar en resonancia con las frecuencias características de nuestras estructuras óseas.
Luego de un descanso de diez minutos, y con la misma tónica anteriormente descrita, llegan al escenario 18 mujeres y 13 hombres del Coro de Cámara de la UC, dentro de los cuales se encuentra su imponente Director, Mauricio Cortés. Se identifican dentro del conjunto cuatro solistas (dos mujeres, dos hombres), los que se destacan por sobre los demás coristas en algunos puntos clímax de la interpretación de las canciones del inglés Charles Villiers.
Se recurre en esta etapa final del concierto a momentos de intenso silencio por parte del coro, con duraciones entre 2 a 3 segundos, lo cual genera tensión entre quienes escuchamos con curiosidad al conjunto de voces enlazadas. Junto a esto, y en tres de las seis canciones, estos cuatro solistas tomaban la delantera haciendo juegos de voces entre ellos junto al piano, utilizando melismas y melismática en sus mensajes, sobre el resto de coristas y audiencia, quienes disfrutamos en silencio,
Finalmente, y antes de concluir, las voces se elevan en una catarsis que todos nuestros vellos corporales notaron. Hacen abandono del recinto, luego del ritual de agradecimiento, satisfechos.
Siendo las nueve en punto, los más avezados se levantan de sus butacas, se acomodan sus chaquetas y bolsos y como si nada, se retiran del lugar tomando sus celulares para revisar la hora y volver a su rutina. Yo, aun absorto y con temor de volver de golpe al mundo cotidiano, tomo mi tiempo en guardar en mi mochila cuaderno y lápiz, intentando disfrutar mis últimos segundos en aquel espacio en el cual ya me hallaba adherido.
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