Era como necesitar el paquete de cigarrillos para poder darse el gustazo de no encenderlos, o quizá simplemente para poder elegir. Por cierto- hablando de cigarrillos-, allí me acostumbré al gauloises. Los gauloises y los gitanes abastecían los pulmones de medio público francés. Los gitanes eran un poco más caros. Era, como si dijéramos, los celtas y los ducados de allende los Pirineos. Quizá este símil “tabaquil” no sea el más apropiado, pero quiere uno decir, aparte de que en todos sitios cuecen habas, que solamente teniendo algo de allí me podría librar definitivamente de aquella sombra que se cernía sobre mí, o, mejor dicho, sobre mi proyecto existencial; que no pasaba por la circunstancia de ser uno más. Pues bien, entre gauloises y gauloises, pasaba las tardes de los domingos por ahí, buscando un encuentro que habría de ser providencial. Al fin de no tener que salir de allí. Me conformaba con ello. No necesitaba el campo verde primaveral, ni los amplios espacios que proporcionan alivio a la visión. Me era suficiente con aquella cárcel- bastante holgada, por cierto-, que representaba París. Pero era una prisión en la que no quería vivir en soledad. Tales encuentros- de los que iluminan los días, como decía la canción- se resistían, sin embargo, a aparecer.
Los lunes me despertaba el olor a café. Si olía a café en la casa, era día laborable, constituyendo una especie de estímulo que no se daba los domingos. Los domingos, Madame Flora, obsequiaba a toda la pensión con los efluvios característicos de un chocolate caliente que vendría después, si te tomabas, claro, la molestia de levantarte. Una especie de calendario; una especie de código aromático, regían aquella pensión. Y así, de repente, olía a café. Ahí no había opción, pues era necesario a los fines de la subsistencia abandonar el lecho. Ese lecho que uno habría querido conyugal. Conyugal si era menester. Firmaba lo que fuera con tal de salir de la soledad.
Contaba, por ello, con la posibilidad de que alguna de aquellas chicas- las au pair mencionadas- anduviera buscando lo mismo que yo. Y a tales fines de complementariedad se produjera el encuentro casual. El encuentro de los encuentros, por creer uno de toda la vida en la magia del tal para cual.
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