Algo me desacomoda en estos momentos. Puede ser nostalgia, quizás una simple y humana preocupación, los hados, el destino, las fuerzas del orden y del caos, cualquiera de ellos me entrega el atisbo de una razón que se diluye entre los tenues ropajes de sus propias inexactitudes y prosigo cavilando en los dinteles de la inquietud.
Acaso es una conmiseración, o es que mis letras ahora tocan un resorte oculto en ese corazón de palpitar indolente, puede ser la simple miseria que nos envuelve y nos apedrea en descampado. Dudas, dudas y más dudas y, por supuesto, esa grandísima inquietud por el otro, por ese ser humano que siempre ha sido puntual en su cometido, brutal y descomedido, pero franco entre sus bambalinas inescrutables. No puedo menos que intuir su vibración inexistente y ya sea porque somos animalejos de costumbre o porque la vida es un complicado rompecabezas al que el extravío de una pieza (me inquieta esta prosaica rima) nos hace seres incompletos. ¿Qué le voy a hacer si temo que la epidemia, que un accidente o una admonición, tal vez su simple hastío ante tan prosódica labor sea lo que me haya privado en mis tres últimos escritos de su presencia? ¡Mire usted que somos inverosímiles! Hecho de menos al uneador y acaso sea ese tenue barniz judeo cristiano que me inculcaron a la fuerza en pretéritas misas o es sólo un rasgo humanitario que late acompasado en mi corazón. Las estrellas, aureas en su plenitud y sin esas caries onerosas, me desacomodan, como ya lo expresé al principio.
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