Era una tibia tarde de septiembre en el colegio y recién salían todos los demás a recreo. Fue el Viera quien nos pidió que aguardáramos. Contreras, tan fornido como pacífico, había descubierto una puerta oculta tras un mueble y la misión consistía en averiguar qué demonios se ocultaba allí. Aguirre, Aniéz, Vicuña, Toro, Gutiérrez y yo, fuimos “reclutados” para la acción, palabra decorativa, ya que sólo aguardaríamos silenciosos y expectantes, oteando a intervalos tras las ventanas por si alguien aparecía. Teníamos el pálpito que nuestra presencia allí era requerida por un asunto muy particular. Si el botín era sustancioso, dos ladrones corrían el riesgo inminente de una expulsión. Pero ocho, eliminábamos de golpe ese peligro y de paso, éramos confiables, quitados de bulla, merecedores de compartir aquella gloria o un rotundo fiasco.
Mover el mueble no fue difícil. Más lo fue tratar de abrir esa portezuela de madera sencilla, escuálida en su envergadura y embutida en la tabiquería, sin manilla ni cerradura alguna. Sólo había que tirar, pero con las manos era asunto imposible. Se requería de algún artificio, un alambre o un objeto que se introdujera por la rendija para tirar con fuerzas. Nada de eso se materializaba y los minutos que transcurrían raudos le agregaban angustia a esta misión. En ocho minutos regresaría el resto y era imperativo decidir si se conseguía el objetivo o se dejaba todo para otra ocasión. Fue entonces que Contreras se encuclilló y metió sus dedos en el espacio breve que separaba piso y puerta. Impulsándola hacia afuera con sus fuerzas hercúleas, logró que esta se abriera con un suave rechino. Era un espacio pequeñísimo en donde apenas cabía una mesa de madera sobre la cual descansaba una máquina de escribir Underwood. Sobre ella, gravitaba una repisa que contenía varias resmas de papel.
El espíritu rapaz de la juventud -que saltaba sin complicaciones esa sólida valla que estaba conformada por la moral, los consejos y las admoniciones de la iglesia que pendían como una espada sobre los rebeldes- fue un acicate para los líderes de la causa. Con movimientos certeros se apropiaron de varias resmas de papel, las que fueron repartidas en partes iguales entre hechores y testigos. Fue un maretazo delincuencial que nos empapó a todos en idéntica proporción. Cada cual ocultó en sus bolsones esa prueba que nos precarizaba de alguna forma latente. No era ese atado de papeles, tan blancos que contrastaban con la situación de nuestra conciencia, sino el hecho, tan simple en su ejecución y con tantas implicancias desconocidas.
Más tarde, divagué sobre lo que se podía desprender de este asunto. Me visualicé como un delincuente de poca monta, el sapo al cual se le silencia con migajas, el tipo que no escalaría a las alturas de un Al Capone o cualquiera de esos maleantes, sino que se mantendría en el vil anonimato. Y sumido en tan desviadas cavilaciones, concluí que en mis tripas se revolvía el germen de la envidia por esos dos que forjaron la acción de la cual yo era sólo un humilde testigo.
Meses más tarde, sin sociedad alguna con otros compañeros y sin testigo que afianzara mi gloria o la frustrara con alguna delación, aguardé el momento propicio y portando herramientas adecuadas, abrí una vez más esa puertecilla y me apropié de la Underwood, la cual oculté en mi bolso de gimnasia.
La noticia se esparció por todo el colegio. Desconocidos habían cometido un robo en la sala del Tercero A, robándose una máquina de escribir y varios objetos más, presumiblemente de un alto valor. Me envanecí, por supuesto. El correveidile multiplicaba el hurto y lo elevaba a tal altura que podría presumirse que sólo un profesional en el delito podría haberlo cometido. Y una comezón placentera me invadió al saberme promovido a una escala mayor en el campo delictual.
Algo me incomodaba, sin embargo y se manifestaba abstracto entre mis costillas. Eso que pugnaba por materializarse, adquiría contornos que luego se difuminaban. Era quizás un vacío aún más insondable que el que me había acompañado en toda mi breve existencia, un deseo, una voz, tal vez un grito desplumándose entre mis presentimientos.
Comprendí que los héroes lo son por sus hazañas, el virtuoso, por sus actos y el cantante, por las armonías de su voz trenzándose en el sentido auditivo de sus oyentes. Y supe que un ladrón, tan material y sustantivo al igual que todos los demás, se merecía idéntico reconocimiento.
Pero, siendo para los demás el tímido Alberto, reputación que no había necesitado más que mi opaca mansedumbre, mi alma tambaleaba entre ese pasadizo límpido y lo oscuro que ocultaba tras mis facciones. Continuaba siendo el muchacho silencioso que contemplaba soterrado el desplante de los cabecillas y la admiración que suscitaban.
Ya no toleraba aquello y masticaba mi mediocridad y esa gloria que se negaba a otorgarme merecidas luces aún a sabiendas que también eran mi perdición.
Y cuando el sol de octubre incendiaba los plátanos orientales de la avenida principal, esa mañana partí al colegio con el pesado bolso, titubeando sobre qué tendría mayor gravitación: si el reconocimiento o la condena.
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