Viajero

Llegó con el corazón
agotado a su regreso.
En el andén lo esperaba
tan solo el azul del cielo.
Llevaba un abrigo gris,
lo acompañaba el silencio,
una esperanza extinguida,
el semblante de alguien viejo.
Se sentó frente a la plaza,
miró la iglesia sin miedo
de la gente que juzgaba
sin siquiera conocerlo.
Vio el cantero de las flores
ya marchitas sin consuelo,
y supo que llegaría
indiferente el invierno.
Sintió frio, el sol partía
a buscar lugares nuevos.
Era valiente, pensó,
no precisaba que el tiempo
sintiera piedad ni pena
por su eterno movimiento.

Contempló el paisaje muerto,
desgarbado, sin matices
después de un verano austero
por culpa de la sequía
y las costumbres del viento.
El polvo sobre las casas
les daba un toque siniestro
pero había algo en el aire
que se metía en los huesos:
Un aire de pertenencia,
porque pisaba ese suelo.

Ya era hora de quedarse;
le entusiasmaba su pueblo.
En la ciudad no hubo suerte
trabajando en aquel puerto.
Deseaba vivir en paz
en un rincón del granero
que el patrón le daba a cambio
de trabajar con empeño.
La comida era sencilla;
nunca faltaba el puchero.

Tal vez la Rosa aún vivía
en la estancia de su abuelo,
¿o habría buscado luz
en promesas y misterios
lejos de lo conocido
y cerca de un hombre bueno?
Dejó a un lado esa pregunta;
el destino es un guerrero
que lucha con muchas armas
y experimenta sus duelos
mientras trata de aprender
a aceptar los contratiempos.

Se dijo que lo importante
era buscar un empleo
sin ninguna pretensión
de francos, comida o sueldo.
No pensaría en fracasos,
mataría los recuerdos
y al mirar el horizonte
se sacaría el sombrero
para dar gracias a Dios
por este bendito suelo
que acoge de nuevo a un hijo
al brindarle su consuelo
y un lugar donde renacen
con valor algunos sueños.