Era una segunda planta y estábamos en una áula con aspecto de terraza. Entónces, un hombre de mediana edad, color indio y de estatura promedio para el país, que había llegado al borde de la pizarra, viniendo del rincón más lejano al centro del curso, comenzó a hablar de contabilidad.
Él acababa de tomar su almuerzo, traído por su hijo, desde su mansión situada al este de nuestro pueblo. Y era porque salía de su primer trabajo del día: la oficina del almacén de la calle El Cármen con la Papi Olivier. Diciendo en la introducción de la clase de la tarde, que en muchos casos el jóven llegado del campo, le comía los dulces al urbano.
Y lo dijo frente a un grupo que combinaba tres variedades. Muchos recién mudados a la ciudad y otros, los menos, que iban y venían a diario al instituto. Pero el equipo inserto entre los dos mencionados, comenzaba a dejar perfilar sonrisas indescriptibles. Y el profesor con un viraje sorpresivo en mi dirección, me interpeló: ¡Pedro! ¿Y tú, dónde naciste?
Y tuvo que pasar mucho tiempo, después de mi respuesta al maestro, para que saliera de mi subconsciente la siguiente historia: "con siete u ocho años y no tán temprano, permanecía recostado en una modesta columbina, cuándo una impresionante voz se movió al ritmo de unos pasos y al través del pasillo en dirección al taller de reparar relojes de mi abuelo.
Y sin todavía haber cesado el taconéo, las voces de mis abuelos y la del contable entraron en una íntima interacción, que les definía como muy relacionados. Hasta el grado de abrirle la puerta del cuarto dónde aún tendido, cerré los ojos de forma vergonzante. Y él elogió mi flaquindez con términos deportivos. Luego, después de irse, mis abuelos comentaron, que cuándo nuestro pueblo no tenía acueducto, él era uno de sus aguateros".
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