Uno.
La ciudad del amor no se mostraba demasiado pródiga con un particular. Quizá por mi marginalidad. Era del amor, pero para integrados, burgueses, gentes establecidas- en dos palabras. Lo que pasaba es que se ahorraban explicaciones, y con lo "del amor" les bastaba, por quedar comercial tal fórmula abierta. Y lo cierto es que así era: un ámbito en el que la promiscuidad tenía carta de naturaleza. Bien pensado, una situación ideal. Por un lado estaba el matrimonio, que servía de plataforma de todo lo demás; y, por el otro, la posibilidad de encontrar fuera la diversión que se había agotado ya en casa, pero sin que nadie se alarmara. Dos cosas que no tenían que ver, ni se impedían. Desconozco las razones históricas de la situación. Quizá la torre Eiffel o la afición al vino bueno. El caso era que entre el tráfago de sus nueve millones de habitantes se albergaba la posibilidad de dejarte ver con alguien, anónimamente, sin temor al qué dirán- en general- o tu consorte, en particular. Era como una especie de juego. Casi diría un deporte. Qué bien se lo tenían montado. No era como en Madrid donde todas las precauciones eran pocas y el temor a ser descubierto malograba la propia aventura. En Madrid era como si dios desde las alturas se dedicara a divisar adulterios de manera implacable y vengativa. Cosa que no ocurría en París. Aquí no; aquí no había dios que valiera. Y las chicas encontraban aquello de lo más natural. Y divertido. Ya digo, aquel fenomenal despliegue de monumentos, edificios, vehículos a motor e instituciones de toda ralea, parecía al servicio del amor- extraconyugal o como fuera. Aquí no se andaban con muchos remilgos hacia los adjetivos.
De tal manera y forma, que lo corriente fuera encontrar gente feliz por doquiera que fueras; chicas sonrientes, sin la pesada carga de sentir que estaban haciendo algo malo. Un deporte, ya digo. Una especie de fútbol que se practicaba en porreta.
Había realizado un curso de I.C.E.X. sobre comercio exterior en Madrid. Y de allí a la Francia, en las oficinas del Instituto en París, aprovechando que conocía el idioma. Y así fue cómo un becario de la Mancha desembarcó- sin demasiado de nada en los bolsillos- en la ciudad más fulgurante de Europa, perdiendo, lenta pero inexorablemente, la capacidad de sorpresa. Pero, para ello, tuvo que pasar algo de tiempo. |