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Los cauces de los ríos
Nazareo Mellado



Los cauces de los ríos se asemejan a los afanes del mundo, conducen el agua —como si fuese la vida— a su entero antojo. Los ríos nacen en lo alto de las montañas como pequeños manantiales de vida, vida que se derrama como inexplicable gracia desde las alturas. Cuando llegamos al mundo nos apoderamos del silencio, monopolizando el sonido con ensordecedoras cadencias que atrapan la atención y demandan nuestro cuidado. Es el llanto del recién nacido el que presagia la insatisfacción de quedar atrapados. Cuando niños, somos manantiales que refrescamos graciosamente el rostro de quienes se acercan a nuestra orilla buscando una sonrisa; buscando un delicado toque de bondad pura en el alma.
Luego descendemos en pequeños hilos de agua, deseosos de aunar fuerzas para dejarnos caer como hermosos e imponentes saltos de agua en estrecha comunión. Desde nuestra fragilidad observamos —con la mirada absorta— un mundo que se nos presenta generoso y ajeno a nosotros; un mundo construido sobre la naturaleza, que se ufana de imponer la supremacía del hombre por sobre todo lo creado. Entonces llega el día, en que nos atrevemos a saltar al torrente, cansados de mirar desde la orilla, para heredar el poder del mundo, transformándonos en violentos rápidos que compiten unos a otros desesperados por alcanzar la punta del río. No importa estrellarse unos a otros con descuidado oleaje u horadar la piedra que se cruza inmóvil en nuestro camino. No importa saber a donde vamos si lo hacemos en la cresta de las aguas, pues somos el rápido del río, el que arrastra a los rezagados abriéndose camino al destino construido. Hasta que un buen día damos con ese destino, entonces nuestra carrera se hace más pausada. Nos sumergimos, nos dejamos llevar para hacernos parte del mundo, un despiadado mundo productivo. Llegamos a reforzar la fuerza laboral que reposa en un gran embalse, un gran lago de vida artificial, y en la tranquilidad reflexionamos, que nunca fue necesario correr tanto para llegar donde todos llegamos.

Algunos llegan con el privilegio de quedarse sobre la superficie, disfrutando de la brisa y del vuelo rasante de las aves; sabiendo cuando llega el día y cuando se espera la noche; o cuando se aproxima un día agradable o una disruptiva tormenta. Hay otros menos afortunados, que descienden al abuso profundo del hombre por el hombre, donde la opresión es una constante inmutable de la existencia. Los anónimos que son condenados a empujar con su vida, las turbinas que mueven la economía y la producción; esa gran maquinaria, parte carne y parte sufrimiento, que ilumina en abundancia a pocos y apenas rescata de la penumbra a la mayoría. Y esperamos esperanzados, suspendidos flotando, a que llegue el ansiado éxito, a que se abra la compuerta dorada que nos hará agua de regadío para hacer crecer la semilla; agua potable para saciar a los sedientos; o agua servida que se lleve los desechos pestilentes de la humanidad. Y todo esto lo hacemos felices y dormidos, profundamente dormidos y satisfechos.
Con el pasar de los años —cumplido nuestro ciclo de vida útil— pasamos a ser el cauce despreciado; el modesto hilo de vida que se desplaza con voluntad propia; el pequeño cause que ya no es parte del gran lago; un cauce que serpentea voluble avanzando y retrocediendo —por primera vez— hacia un destino propio que se descubre respirando bocanada a bocanada, hasta que la vida se hace tan lenta como el movimiento del agua; hasta que se abre el horizonte alucinante ante nuestros ojos, en una vasta desembocadura que llega donde el mar se confunde con el cielo. El mar que es la vida esperando la vida. El cielo que es la vida esperando la vida. Y es aquí donde comprendemos que el agua nunca le perteneció al río sino que le pertenecía al mar, así como la vida nunca le perteneció al mundo sino que le pertenecía a las alturas y que todo esto, es un sueño peregrino que comienza y termina en el mismo lugar, allí donde la vida comienza en abundancia y termina en abundancia como si nunca hubiésemos perdido nada. Los cauces de los ríos se asemejan a los afanes del mundo, conducen la vida descaradamente como si fuésemos recursos que deben ser explotados, pero nosotros somos parte de la vida, de la vida que da la vida en abundancia, de la vida que se derrama como inexplicable gracia desde las alturas.


Texto agregado el 06-03-2021, y leído por 99 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-03-2021 Conozco un Cauce que se quedó sin oxígeno. Yo se lo causé. La ley de la selva: el más grande se come al chico. eRRe
06-03-2021 —Creo que el río es el agua que se asemeja a nuestra sangre y los cauces y arterias son los conductos por donde corre agua y sangre que son el fluido que porta la energía que hace germinar, florecer y transformar la naturaleza en su continuo devenir de vida, muerte, vida, muerte y... —Saludos desde mi ribera vicenterreramarquez
 
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