Padre nuestro que estas en el cielo, el tuyo, tu cielo individual hecho de sueños y cristales, de rosas y lágrimas. ¿Cuándo bajarás? ¿Cuándo volverás aquí, a nuestro lado? Prometo que jugaremos nuestros antiguos divertimentos, los secretos de tu sexo contra el mío, del gato perdido en el hoyo oscuro y cavernoso del rojo y el azul. Y yo sigo aquí, danzando alrededor de la fogata que encendí pensando que volverías, que te quedarías en la casa que construiste; y la construiste y yo pensé, ¡qué tonto fui!, que era para los dos, y ahora sé que era un refugio para mí, un refugio de por vida porque me he quedado atrapado en los dientes del monstruo del amor, como siempre. Las cenizas ya están frías en la chimenea, pero en mi corazón la llama aún calienta. Y si pienso en ti…
Santificado sea tu nombre, siempre el tuyo y el de nadie más. Lo repito a escondidas de nuestras moscas, aquellas que amarraste con un hilo de la pata y que ahora vuelan sin cansancio buscándote para que las alimentes. Te buscan, como yo lo hago: con insistencia, llamándote con la sangre, con cada nervio, con cada célula de nuestro cuerpo hambriento de ti. Y me alimento con tu nombre, es mi único sustento: tu nombre de oro y plata, cubierto de plantas y orquídeas, con mariposas rumiando su secreto, el secreto que madura dentro de él, que se deja agazapar y que de pronto salta y me muerde un brazo, una pierna… el alma. Y es así, y no me quejo, ni trato de escapar de esa selva donde ya no estas y solo está tu nombre, invisible y visible, eternamente muerto y con toda la vida corriendo por él. Ahí está, y yo me quedo buscándolo con los dientes, con las manos, tropezando con las osamentas de mis yo del pasado, aquellos que lo buscaron y no lo encontraron y ¿cuántas veces tendré que volver a morir para encontrarte?
Venga a nosotros tu reino de paz y calma, de dolor y granada. Ven a nosotros, como antes estuviste aquí, poblando esta tierra ahora yerma antes esplendorosa que daba los frutos dorados del Edén transformado. Ven aquí, acuéstate a mi lado y vuelve a llamarme con todos los nombres de todos los vientos, de todos los mares, de todos los recuerdos. Téjeme en el corazón la imagen siempre viva de tu anhelo y corre por mi sangre como el ave corre por los cielos. Transfórmate en mi imagen y permíteme ser mi espejo, permite que seas tú espejo y mirémonos juntos en el hado del cielo, en el Febo celestial. Tú eres el Febo, yo soy el eterno discípulo de tus flechas de plata y de tu arco dorado, del sol que rodea tus pestañas y del invierno de tus labios: déjame esconderme en el río secreto de tus axilas, y penetrar lentamente en las tierras conquistadas de mis dolores y agonías. Que el viento en mí nos saque de esta tierra y nos lleve a las tierras perdidas de los sueños nunca recuperados. Ven, y siéntate a mí lado, y miremos este atardecer colonizado, que el aliento nos arrebate la vida y que la muerte se siente a esperarnos. Que en sus ojos vacíos haya vida y dalias, y que sus huesudas manos sean refugio de codornices y labios.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo: ordena que las aves hablen y que los gatos vuelen. Que los gallos canten en la cima del cabello de la amiga que les tiene miedo y que nuestros hijos cabalguen en los lomos de una virgen. Ordena a los vientos que nos traigan vino, y que la ambrosía de tu sexo nunca se acabe. Ordena a mis manos que toquen el camino secreto de tu cuerpo, y que hagan crecer aquello secreto que es fuente de vida, de juventud eterna, de tiempo detenido: ordénalo y lo hare gozoso, pues he creído con todas mis fuerzas que esto es el propósito de todos mis días: sacarte del estado perpetuo y provocar los gemidos de tus labios temblorosos.
Danos hoy nuestro pan de cada día, o tu cuerpo macerado para besarlo y curarlo. Tapar los moretones que dejan los altos vuelos y las aves enfurecidas y curar con cantos los llantos ignotos detrás de tu rostro. ¿Qué hay detrás de tu rostro? Miel y leche debajo de tu lengua, vino derramado en tus venas, paraíso extraviado en tu sexo, estrellas en tus ojos.
Perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden, porque te perdone, perdone que mirarás a la luna y pensarás en otro, que besaras al viento y besarás a otro, que lamieras mi cuerpo y lamieras a otro. A él que viste alguna tarde de agosto sentado entre las parras de vino, con un perro de hocico rabioso mordiendo sus pies. Lo viste y te gusto la forma en que sonreía, la forma en que acariciaba al perro, y te quedaste con su imagen grabada con espinas en tu retina dolorida y entonces te diste cuenta que no te bastaba con tener mi cuerpo, crucificado, junto a ti: día y noche junto a ti. No te bastaba este amor que lo haría todo por ti, que sufriría por ti, que moriría por ti. Y retornaste los ojos y miraste dentro de ti, y encontraste la oscuridad certera de la manzanilla y el romero, de tu alma que no era viable y de tu corazón que latía por nadie, ni por sí mismo. Y tu pecho masculino ya no acepto mi cabeza laureada, y no pude besar más tu cuerpo candente.
No nos dejes caer en la tentación de olvidarte, de perderte, de borrarte. No dejes que ceda a mi idea y que te borre con un cuchillo del destino dibujado en la palma de mi mano. No dejes que me hunda en la nada, porque sin tu imagen yo soy nadie. Quiero recordarte, vanagloriarte y siempre esperarte, pero mi corazón ya puja por no hacerlo más y estoy a punto de dar a luz mi amor por ti, y dejarlo morir en el fondo de un río, en medio de un huizache, dentro de un esqueleto blanqueado. Dárselo a comer al dragón (ruega por nosotros y no nos dejes caer en la tentación).
Y líbranos de todo mal, de tus ojos vengativos, de tu regreso triunfante porque mi corazón te espera, y al mismo tiempo desespera. Te quiero y no te quiero. ¿Qué haría contigo? ¿Qué haría sin ti? Y me estoy muriendo en nuestro lecho de sangre y leche, de palabras repetidas, de oraciones conjuradas, de enojos paulatinos, de vírgenes desangradas. Y te veo, a lo lejos, viniendo hacía mí, y siento tu boca contra la mía y el sabor de tus papilas, y sé que eres tú, siento tus labios moverse y sé que esto es la felicidad, el tenerte, esto. La felicidad eres tú, amén.
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