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Hoy, don Victor está de cumpleaños, y celebra con orgullo llegar con salud y fuerzas al año 63 de su aporreada vida.
Habitualmente no lo hace, pues no es de festejos ni eventos sociales a menos que se trate de las finales de la liga de futbol del barrio, es más bien reservado y hosco, sin embargo, este año es diferente. Siente que merece consentirse a sí mismo, que éste ha sido un año de la mierda, adversidad sobre adversidad, una contrariedad tras otra, y por tanto merece tirar la casa por la ventana.

El opíparo menú, fiel a la tradición local, consta de una preludio de choripán con chancho en piedra seguido de asado a la parrilla con papas y sus consabidos e inseparables complementos de ensaladas, pebre y ají incendiapaladares. Bebestibles de diverso grado etílico; cerveza, borgoña, vino y pisco sour, servidos antes, durante o después de la comida según el gusto de cada comensal. Para los niños gaseosas con toda la gama de colorantes. Para el final, se reserva una torta de piña de 4 kilos con velas en forma de pelotas de futbol.

A media tarde, con un tibio sol de fines de verano, comienzan a llegar los invitados, solo familia, trayendo obsequios prácticos o decorativos, la mayoría de ellos destinados a colaborar con el equipamiento de la ampliación de su casa, que está en plena construcción. Don Victor les recibe protocolarmente en la puerta, vestido para la ocasión con polera de piqué y shorts, cortesmente perfumado y afeitado. Recibe los obsequios como si fueran merecidas ofrendas. Agradece y los deja en una mesa ordenados en función de su tamaño.

Conforme llegan, se les ofrece choripán y cerveza. Los hombres se quedan alrededor de la parrilla con el festejado, que a la vez es el asador, mientras que las mujeres prestan ayuda a la dueña de casa. Una vez que las carnes están en su punto, todos pasan al comedor.

Ya todos sentados a la mesa, el festejado da por comenzado oficialmente el banquete, declamando un sucinto discurso de agradecimiento.

Mientras todos disfrutan la comida, la conversación es distendida y trivial. Solo las hijas del dueño de casa -co anfitrionas del evento - se muestran algo inquietas, cuchichenan entre ellas y con discreción atisban por la ventana que da a la calle. La escena es grata y pintoresca: los adultos en la mesa atiborrada de platos, tiestos de distintos tamaños y formas, asaderas con carne chamuscada, vasos con líquidos varipintos. Los niños dispersos por los sillones con un vaso de gaseosa en la mano y pierna de pollo en la otra.

De pronto tocan la puerta. A don Victor le parece extraño porque todos los invitados ya están presentes. Las hijas se miran entre ellas, asienten con la cabeza en complicidad.

- Papá, abra la puerta, es para usted- le dicen.

Algo molesto por alejarse de su plato, se levanta y abre la puerta.

- ¡Muy buenas tardes! ¿aquí vive don Victor Salazar?

El cumpleañero queda impávido ante lo que tiene frente a sus ojos. Una rareza que reconoce pero que no calza con el aquí y el ahora. Sin comprender del todo lo que sucede, responde la pregunta.

- Sí señor, yo soy Victor Salazar.

- ¡Pues entonces… “estas son las mañanitas, que cantaba el rey David…”

Y como un menguado pero vigoroso coro , tres personajes de chaquetas cortas, pantalones ajustados colosales sombreros bordados, a todo pulmón , guitarras y trompeta, honran el nacimiento del cumpleañero. Don Victor, se queda atónito en la puerta, mientras el resto de los invitados salen, curiosos y sorprendidos, a presenciar el acontecimiento.

Al términar “Las Mañanitas”, el público aplaude con fervor, incluyendo a don Victor, que a estas alturas ya entiende la situación. Con el pudor de su carácter introvertido, agradece los parabienes a los cantantes.

Pero el show continúa con una segunda y festiva canción, que aviva los ánimos. Alguien invita a otro alguien a bailar, en el estrecho espacio del antejardin. Un segunda pareja de anima. Otros avivan con la palmas. Los vecinos del pasaje, convocados por el estridente y llamativo ritmo de las rancheras, salen a la calle y observan el espectáculo a través de la cámaras de sus celulares.

Don Victor se siente dichoso y protagonista, en tanto aquella música y aquel jolgorio es por él y para él. Pero a la vez, con emociones ambiguas, evoca su infancia campesina y las tardes en que junto a su abuela escuchaban por radio un programa de rancheras.

A la tercera y última canción, “Allá en el Rancho Grande”, don Victor olvida las inhibiciones y busca a su mujer para invitarla a bailar. Ella, sorprendida del inusual arrebato de galantería de su marido, lo sigue. Descoordinados y felices, danzan.

En el estrecho antejardín, se baila, se canta, se aplaude y se olvidan los aforos permitidos, pero están blindados por energía positiva y catártica, por tanto, todo estará bien.

Hacia el final del convite, don Victor apaga las velas de pelota de futbol de su torta de cumpleaños y siente, con cierta certeza, que será un buen nuevo año.

Texto agregado el 03-03-2021, y leído por 116 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
04-03-2021 Tan bien descripto todo que fue como estar ahí, hasta olí el humo del asado, podés creer? Un besito. MujerDiosa
03-03-2021 Me gustó tu cuento. He participado en reuniones similares (especialmente en mi infancia), y son tal cual las describiste. La sorpresa del final está muy bien escrita, el desconcierto y la sorpresa del agasajado se podía palpar. Muy bueno, lo disfruté. IGnus
 
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