El viento vivificante y sonoro sopló en toda la región, el mismo viento disfrazado en brisa, llegaba cada año arrancando hojas amarillas de los árboles y arrasaba algunas flores. Y como mucho vuela el viento, pero más el pensamiento, los jóvenes mellizos Bruno y Aylin, se les ocurrió ir de casa en casa recolectando periódicos y papeles y con precisas reglas fabricaron cometas cuadradas, en rombos y octagonales con largas colas de lucientes colores, de los cuales algunos eran de más de dos varas de alto, para asombro de los concursantes y eran vendidas con gran rapidez.
Los muchachos y la gente mayor, echaban a volar las radiantes mariposas de todos los tamaños y tonos que jugaban en el aire. La sensación de sentirse arrastrados por la fuerza de los papalotes no lo daba nada en el mundo. Subían y bajaban con imponente majestad o daban enormes coletazos y se precipitaban de un lado a otro con movimientos como monstruos extraordinarios (porque con el viento, no hay manera de adivinar sus idas y venidas). Todos estos papeles de colores se reflejaban con gloria en el azul del firmamento; entre los gritos de centenares de niños embelesados con el grandioso espectáculo, algunos jadeantes y sudorosos de luchar con el pandero, se tendían a descansar en la mullida hierba y después, aplacaban la sed en un claro manantial. Otros corrían a toda prisa y chocaban con algo o caían al arroyo y se mojaban la ropa por estar pendientes del punto de color que se perdía en la distancia. De vez en cuando, aparecía el dueño de un cadáver de un bicho volador que yacía tras el flagrante intento de golpear al asesino volantin.
No era un arte sencillo, era de suma habilidad, tenía sus ases y campeones, ni más ni menos como cualquier otro juego. En las competencias de barriletes, Aylin como un animal salvaje, seleccionaba a su presa y le enseñaba el truco de la soltadora y Bruno el de la navajuela, todo con el fin de aumentar la producción de su pequeña empresa, pero la navajuela y la soltadora, serían nombres que ellos se ganarían y perdurarían con el tiempo.
La soltadora consistía en reventar a hurtadillas el hilo de la cometa ajena, echarle un nudo corredizo y hacerla volar enseguida. La cometa subía, sin que nada sospechara su confiado dueño; y de repente el nudo se soltaba, y el armazón de papel perdido en los aires, dando vueltas, iba a caer bien lejos a donde se precipitaba la infantil muchedumbre a disputarse la ambiciosa presa. La navajuela era una afilada cuchilla que en sentido horizontal se colocaba en el extremo de la cola, y dándole a esta cuerda y tirando sucesivamente, al fin, en el momento de subir con velocidad, rápidamente pasaba junto a los otros volantines cortando el hilo que la sostenía ¡Tiene navajuela! Gritaban los muchachos con terror, y ante la terrible cazadora de los aires no había quien no temblara por la suerte de su gentil pandero.
Una frustración se volvía para algunos el no poder elevar cometas, pero los mellizos estaban prestos para dar frases publicitarias acertadas, que impulsaban más sus ventas, como, por ejemplo: “Que nunca hay que decir que nada se eleva por falta del viento, porque jamás hay que creer que no puedes volar”.
Un buen día, el viento vivificante y sonoro de pronto se transformó en ventarrón y se marcho llevando consigo las cometas que acariciaban el cielo con sus colas de trapo y papel, que por varios días se mecieron en el aire, sobre los valles y los montes y cuyas miradas eran de amor, alegría y asombro; donde todos se sentían altos como ellas, y las sentían palpitar en las manos a través de una cuerda, como panderos invisibles, como expresiones de libertad que te acercaban al cielo, y donde los sueños viajan libremente. |