Acechando en mi cubil, me surgen en la sesera mis ya casi lejanas y francas pisadas sobre la vereda. A lo lejos, el paisaje citadino me coqueteaba con relumbrones de luces y el sordo rumor del tráfago urbano. Alocadas teorías me invadían en ese entonces. Imaginaba que lo que contemplaba a lo lejos era nada menos que el futuro, considerando que para llegar a ese destino e integrarme a esa rumorosa postal me tomaría una cierta cantidad de minutos. La misma hora acá y allá, sin embargo, yo contemplaba ese futuro inspirado por las fascinantes teorías del genio de Einstein pegado a mi piel como un desvaído tatuaje. -Voladuras de ocioso- diría mi madre, pragmática hasta los huesos y descalificando con tajantes gestos estas disquisiciones mías, tan alejadas de la agobiante situación que se gestaba paralela a mis ensoñaciones. Ridiculeces que no sé porque las confieso ahora a su respetable consideración. Pronto me enteré que Albert Einstein era sólo una fachada, una cáscara desgreñada que se alimentaba del conocimiento ajeno, apropiándose de las ideas y formulaciones de científicos connotados. Entiendo que esta afirmación se balancea peligrosamente en los lindes de la impopularidad, pero saltan nombres y fechas a la palestra que invitan por lo menos a informarse de manera más acabada. Esta casi infantil mirada mía sobre asuntos de tanto tonelaje, la volqué a ese pretérito ayer de días asepiados, de irresponsable ocio y de tantas y tantas palabras que jamás salieron de mi boca y que hoy merodean mis silencios bañados de arrepentimiento. Lo que pasó, pasó, refutan los que ajustan sus pasos a los carriles del presente sin voltear siquiera su mirada hacia ese pasado repleto de imperfecciones y escuálidos logros.
A mí me penan los “te amo” que jamás traspasaron el umbral de mis deseos y se quedaron atragantados en una algodonosa timidez. Me quedaron sobrando como un fardo incómodo los abrazos que le mezquiné a mi padre, los besos a mi madre, a mis hermanos, a mis escasos amigos, apoyándome en el acento prosódico de la obviedad.
Y así me descubro a cada tanto, contemplando el firmamento desgranándose en cifras infinitas y auscultando este corazón dolido por latir a veces casi sin asunto y a menudo desangrándose por esos ayeres que pudieron ser aún mejores. Pero que todavía palpita ufano en este presente que permite la retribución a las miradas francas, el verbo transparente y el calor de ciertos labios.
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