La cuerda se desliza por entre sus dedos suavemente, esta vez marcando vívida su presencia en la carne nerviosa y tierna. Como en todo juego, hay cierta cuota de dolor y el sólo pensar en la pérdida la hace retroceder.
Pasa el lazo construido fuera de su vista, por el cuello, y desliza el nudo hasta el tope. Levanta un extremo del rollito de cuerda y la muñeca se bambolea de un lado a otro.
Precioso. Pero aburrido.
La pequeña Leija quisiera no tener que oírlos ya. Desearía escapar de allí, esfumarse de su vista para siempre, pero es menor: no puede ni debe hacerlo.
“No se puede ni se debe hacer”, se repite, mientras afloja el nudo del lazo y comienza el ritual nuevamente.
La muñeca vuelve a bambolearse y esta vez sí que se estremece. Los gritos ahora han comenzado a ser cada vez más fuertes. Él le recrimina su desinterés. Ella, su apatía —lo cual no deja de ser coincidencia.
Mientras, ella los mira, con los ojitos verdes grises de desesperación. “No puedo ni debo...”, se vuelve a decir, pero esta vez, la manito se acerca a la mejilla para contener una lógica reacción humana, bastante lejana al dolor que provoca un corte en la palma de la mano, bastante cercana al amargo sabor de la verdad.
Él la empuja, ahora, arrogante. La injuria, violento. El inesperado cachetazo lo hace trastabillar.
Se interpone abrazándolo a la altura de las rodillas, ofreciéndole un “por favor” inundado de sollozos.
Se la aparta. Lo intenta otra vez. La toma a mamá de la mano. Alza la vista, temerosa por lo que le toca escuchar. Ella está peor que ayer a la noche. En la cara de su madre, desencajada por el odio mismo que despiertan los celos fundados, hay algo que nunca vio antes, algo que jamás creyó vería en ella alguna vez: furia incontenible. Pregunta. Se la ignora, respondiéndole que “no entiende”: el encierro, siempre el encierro...
Se la empuja a un costado. Su cuerpito va a dar contra el rincón de la casita, donde la espera la otra muñeca. Lagrimea, y no quisiera hacerlo. No debería hacerlo, pero ya no puede evitarlo. Está sola. Curiosamente, nota que está sola. Ella y su Barbie.
Y también está la cuerdita.
Se va a acercar, sigilosa, hasta la puerta. Está ahí nomás. Es una buena idea. Piensa en irse, ahora sí que lo piensa... Pero no puede... ni debe.
Decidida, entonces, cruza el campo de batalla, haciendo a un lado los restos de vajilla y de muebles que cubren ya casi todo el piso de la habitación, y por lo que parece, prometen no parar hasta cubrirlo todo.
Siguen los insultos. Hay más reproches, y más palabras soeces, y más empujones, y más gritos que reintegran cachetazos. Vuelve a sacudirse cuando la palabra “separación” le retumba desde los oídos a todo su ser.
Las campanadas del reloj de pared desisten de poner un manto de piedad a todo esto. Gira rápido y mira hacia atrás. La argolla asoma desde el piso: se podría haber tropezado, recién. Con presteza, pasa el nudo por la punta del picaporte. Vuelve rapidito sobre sus pasos. ¿Se saldrá? No puede ni debe salirse. Da el primer tirón y alza apenas la tapa del sótano, para bajar los cuatro peldaños de la escalera sin ser vista (no la han visto en años, ¿por qué deberían hacerlo justo hoy?) Segundos después, el tirón al extremo de la cuerda y el fin del suplicio: el sol repentino del amanecer ha convertido el griterío en aullidos de desesperación y el olor a carne que ha entrado en combustión espontánea ya comienza a abarcarlo todo.
La pequeña, inocente, ignorada Leija, desde la oscuridad de su refugio, se estira en puntas de pie desde el suelo húmedo para acomodar a la muñeca dentro de su ataúd, y luego se introduce también en él. Protesta: “el encierro, siempre el encierro”...
Al fin, con su Barbie bien apretada contra el pecho, la pequeña Leija descansa en paz.
(FIN) |