Hay veces que uno busca y rebusca ideas para desarrollar algo decente y en esas vueltas esquivas no asoma nada que pudiera esperanzarnos. Es un mastique de situaciones que se mezclan con otras en un charquicán incomible. Podría intentar escribir algo sobre aquel joven que realizaba malabares con unas espadas en Panguipulli y que al ser encarado por tres carabineros, solicitándole su carnet, se ofuscó acaso por la cercanía de esos personajes que tantos anticuerpos han sembrado en la piel tensa de los manifestantes desde octubre del año antepasado. Al no portar su cédula de identidad, es apuntado por un sargento segundo que por su físico rechoncho podría representar con bastante éxito en las tablas a Sancho Panza. Pues bien, la vida real le destinó un papel mucho más ingrato. Como ingrato fue también el del joven al que un aleatorio infortunio colocó sobre sus espaldas una esquizofrenia que manejaba a duras penas. El final de esta historia ya es conocido y no vale la pena redundar en ello. Prosigo. A propósito de nada, recuerdo que un compañero de labores me ofreció una proyectora para películas de ocho milímetros. La tenía guardada en el desván y no la utilizaba, pero pensó que yo podría sacarle partido ofreciendo funciones en juntas vecinales, cumpleaños y miles de situaciones que discurriera con esta imaginación prodigiosa que me gasto. Sin meditarlo demasiado, se la compré y partí con la proyectora y dos películas: una de El libro de la selva y otra que parecía ser la escena aislada de algún film, en el cual unos tipos navegaban por un río anchuroso. La proyectora poseía sonido así que me aprendí de memoria los diálogos de las películas, las que rebobinaba una y otra vez para disfrutarlas. Claro, al final todo aburre, ofrecí unas cuantas funciones a un par de grupos, arrendé algunas películas para proyectarlas, pero el negocio no daba para más. Al final, la proyectora quedó arrumbada en un ropero hasta que se la vendí a un amigo para salir de un apuro. Se entenderá que la historia tampoco da para más y es sólo una concatenación misteriosa con el relato primero, aquella historia triste que por sus características provocó la indignación llameante de la gente, que incendió varios edificios públicos y continúa ardiendo por esa injusticia que al contrario de la justicia no es para nada ciega porque con el rabillo de su ojo manipula hechos y circunstancias.
Ahora recuerdo cuál es el lazo que une a estas historias. El amigo al cual le vendí la proyectora también fue detenido por los carabineros. No portaba cédula de identidad y tampoco los documentos del vehículo que conducía. No huyó, por supuesto, y sólo debió cancelar una onerosa multa. Creo que vendió la proyectora para poder pagarla.
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