Faltaba una semana exacta para Selectividad cuando me propuso aquel viaje insólito, que tenía que ver con las telarañas de la muerte, "que anidaban en las cabezas"- decía. No sé por qué me quería sustraer de lo que realmente importaba- que no era otra cosa que pasar el examen selectivo y poder acceder a la Universidad( loable objetivo, sobre todo si se tenía en cuenta como medio de promoción social bastante legítimo). Se veía que estaba empeñado- mi primo Alberto- en otros propósitos, o que se sabía bien el temario. Una cosa de las dos. Después de despacharnos unas cuantas páginas del libro de Historia contemporánea aquel día, accedí finalmente a aquel viaje iniciático tan misterioso. Que no era otro que adentrarnos en los secretos que guardaba aquella camarilla. Tesoros empolvados albergaba. Empolvados y entelarañados. Creo que ya por entonces lo quería; pero éramos primos. Cuarto grado de parentesco: un asunto un poco turbio. No se requería ni dispensa. Teníamos, legalmente, el camino abierto al matrimonio; pero, bien pensado, también un matiz endogámico- como decía el libro de Historia referido a los reyes patrios- insoslayable. Tampoco era demasiado pecado que nos metiéramos un poco de mano. Pero entonces apareció repentina una sombra. Sombra en forma de madre y de tía respectiva.
No sé qué habrá sido de él, así a muy ciencia cierta. Sé que se casó y que aprobó el selectivo. Yo también. A veces, cuando les explico a mis alumnos los riesgos de la endogamia, no puedo evitar evocar aquellos días. La sombra alargada que se proyectaba previo chirriar de puertas y el espectáculo fenomenal que se montó en la cena.
Habíamos ido a la casa de la familia en el pueblo con el propósito de encontrar la paz y la tranquilidad oportunas para aquellos loables objetivos académicos. En nuestra familia se le daba mucha importancia a la formación educativa y a la cultura en general. Pero teníamos dieciocho años ambos, y unos preciosos ojos azules mi pariente en cuarto grado, que le daban un aire a Paul Newman.