Relato
La preciada imaginación
De niño yo mismo, aleccionado y ayudado por mi padre que de todo sabía un poco (Aunque hoy sé que era mucho lo que sabía), me fabriqué una casa rodante imaginaria para que no ocupara lugares ajenos ni molestara al vecino.
Cuando yo quería o se me antojaba la usaba. Y la usaba de muchas maneras dependiendo si quería ir al campo, al mar o al cielo que era muy distinto a mi cielo de hoy, en ese tiempo posiblemente era habitado por ángeles que hoy ya no están, también como yo emigraron a otros lugares.
¿Y saben por qué con ella podía ir a cualquier parte? Porque tenía motor a petróleo como el de esos inmensos camiones que transportaban mineral de plomo desde la cordillera al puerto más cercano, además tenía ruedas especiales para todo tipo de terreno, también una gran rueda con palas o aletas para navegar por ríos hasta alcanzar el mar y unas hermosas alas de tela acopladas a un intrincado sistema de engranajes impulsados con pilas de linterna que las batían desafiando a las brisas calmas y a los vientos furiosos de La Patagonia.
Fue de mi propiedad desde los cuatro años, cuando la construí, hasta los diez años cuando se la regalé a mi hermano cuatro años menor, tiempo en que yo con cuarto grado en el cuerpo ya viajaba de otro modo, incluso con mi maestra y con compañeras y compañeros aprovechando la lectura y los inventos de Julio Verne.
Con mi casa viajera recorrí y conocí muchos lugares de La Tierra con la compañía de mis invitados y un baúl repleto con libros de la biblioteca, que me prestaba la directora de la Escuela de Enseñanza Primaria N° 3, Julia del Carmen Gómez, allá en mi pequeño pueblo, enclavado en el centro de la pampa patagónica.
Mi primer viaje en un autobús fue a los diez acompañando a mi padre y a mi madre enferma, desde el pueblo pequeño a la ciudad grande donde había hospital. El regreso fue en el mismo bus, pero sólo éramos dos, mi padre y yo.
Mi primer viaje en tren fue a los catorce desde el pueblo pequeño hasta otra ciudad pequeña donde hacía combinación con autobús hasta otra ciudad más distante y grande, cercana a la Tierra del Fuego. Y desde allí continuaron viajes periódicos de ida y vuelta hasta que en mis mano tenía un papel que decía graduado con honores como Mecánico en Motores Diésel.
A los 15, en una de esas vueltas, fue mi primer viaje en avión cuadrimotor, aunque no era la primera vez que volaba ya que poco antes lo había hecho en mi pueblo pequeño en un Piper también pequeño con cabina de lona, en un vuelo popular. Además con las alas de mi casa rodante también lo había hecho una gran cantidad de veces.
Más adelante seguí creciendo y viajando en los distintos medios de transporte, pero también muchas veces acudía a mi hermano para pedirle prestada la casa rodante, que aunque él ya no la usaba la cuidaba y guardada como el tesoro más preciado que nos había dejado nuestro padre, el medio para viajar, conocer y aprender, cuando los recursos son escasos o nulos. Justamente nos dejó la capacidad de vivir con la imaginación lo distante, lo ignoto e incluso lo inalcanzable.
Hoy, pisando los ochenta, sigo imaginando lo que todavía no sé ni conozco, claro que con medios más modernos que tengo a mi alcance.
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