El parpadeo de las paredes y las gemas silentes del cotidiano.
Los espectros que viven en las madrigueras heladas de la cabeza.
Los rostros devorados por la muerte en los hospitales.
Las pestañas de los paisajes evaporados por la codicia.
Los labios enmarañados en la raíz de la carne.
Los ligeros violines pulsados como espigas.
La perpetua simetría de los tigres.
La geometría acuchillada de los Andes.
Los suspiros de las naves que vuelven del naufragio
y la tibia desnudez de las frutas.
Todo esto y más parece vivir en el cristal de tus orillas,
es por ello que uno los ecos de tu voz
para hacerme de las palabras como antorchas.
Es por ello que odio nuestros rumbos de distancia.
Recuerdo que el secreto de tus manos
consistía en entender el trance de las flores.
Recuerdo cuando turbulenta venías hasta mí
derritiendo de mis venas los nogales congelados.
Tu ser ardiendo como amapola besada por el sol.
Te pido extenderte hasta el respirar cansado de mis noches.
Te pido ser la guardiana de mis estatuas de aire,
te pido el aire mismo y los signos gastados del otoño.
Oigo nuevamente los pasos que dejaste al marcharte.
Oigo el crujido de los páramos incendiados con tu abandono.
La luna enmudece los girasoles que habitan en los campos.
Muerdo la niebla y las páginas se abren una a una al llanto.
Acá sigue brillando tu recuerdo, así como relucen los gritos en la penumbra.
Acá se bebe la oscuridad y los días antes nuestros,
hoy no son más que pájaros extintos
en el azul imperio de la noche.
Texto agregado el 31-01-2021, y leído por 146
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