Llueve. Alguien vacía a raudales ese líquido largamente retenido en las vejigas algodonosas de las nubes. Las pozas no tardan en proclamarse sobre las baldosas, expandiéndose como diminutos ríos que amenazan con crecidas. Es curioso, el calor del moribundo enero se contradice con esos retumbos demoníacos que erupta el cielo, son los truenos que provocan el escape de perros y gritos de mujeres, la batalla invisible que empapa, inunda y ensordece. Las víctimas son los mismos de siempre, gente sin hogar que ha levantado covachas en terrenos inundables. ¿Quién lo iba a imaginar? Aquellos eriales sobre los que tomaron posesión se resquebrajaban ya por la prolongada sequía, pero derrotando el polvo y derrochando sudor más tablas y cartones, se proveyeron de una dignidad precarísima. Pero las aguas desguazan el vientre de esas ilusiones y ahora surgen las autoridades y los reporteros de la televisión para salvaguardar la dignidad de esa pobre gente.
En la casa es otra cosa. Una insolente gotera resbala por el muro de un dormitorio. No es gran cosa sino la jugarreta de materiales mal posicionados que le franquean el paso a este amago de catástrofe, a este llamado de alerta que provoca un poco de risa al compararlo con los enormes estragos ya señalados más arriba. El agua de la llave conserva su claridad, lo único turbio se desliza caligráfico en la cuenta del mes. Alguna fuga, los nuevos administradores que suman hasta la fecha para cobrar, un alza desmedida, lo estamos averiguando. Mientras tanto, a cántaros o a granizadas se desliza el líquido gratis sobre nuestros tejados, sobre los vecinos trepados en sus escaleras taponando brechas, plastificando sus planchas y acomodando todo con ladrillos, una especie de ajedrez en las alturas. Pero el agua sabe jugar y siempre les hará el mate de enormes pozas en sus viviendas.
Recuerdo, a pito de nada, un sueño desquiciado. Ha muerto el gran escritor sin que la causa de su deceso pueda dilucidarse. En lo difuso de las imágenes, entiendo que sus lectores, arrastrando sus consternaciones por las vías empedradas acuden a su hogar, un pequeño sitio con lumbre y modesto mobiliario. Arrasan con todo, libros, avalorios diversos, hasta la chapa de la puerta es arrancada en ese delirio inusitado. La razón es otra. Sobre el escritorio, una pluma, frascos de tinta y hojas de papel en blanco. La muchedumbre se arracima sobre estos objetos, se apoderan de los frascos de tinta negra y se los beben como agua de manantial. Presumen -lo sé después- que los pensamientos postreros del escritor navegan en la turbiedad oscura. Son las primicias, los secretos, las pasiones inconfesadas. Al final, los más afortunados abandonan la vivienda con su barriga repleta de palabras que no surgieron de la pluma y ahora navegan entre sus intestinos diletantes. Extrañísimo mi sueño.
En la casa, el timbre suena y resuena. No se visualiza la sombra de nadie tras la puerta. Pero los timbrazos prosiguen sin que un rapaz sea el autor. Busco en Google, la memoria externa que nos saca de apuros. No hay claridad alguna, ni entidades fantasmales ni maleficio alguno. Quizás la humedad que se entrevera en los cables, provocando el diapasón. No es muy nítida la presunta causa. Menos profesional mi solución: desconecto con cautela un borne y santo remedio. Mañana, cuando el cielo azul indique que este temporal entre paréntesis ha finalizado, lo reconecto y el verano proseguirá con sus calores y colores. Y la gotera será tarea impuesta, pero para cualquier otro día. No por ahora. No echemos al agua esta temporada de largo y obligado descanso.
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