Cierto día, inscrito en una porrada de años atrás, una ex compañera de labores dejó un papelito sobre mi escritorio. Con letra desprolija me tildaba de asténico, vale decir, un alfeñique con perenne agotamiento físico. No se me hace la luz en la claridad meridiana de estos días si esa debilidad se hacía extensiva a mis capacidades intelectuales. Sea como haya sido, fue una estocada precisa que dejó rastros sanguinolentos en mi pecho y en mi amor propio diluido en agua destilada. Por cierto, antes de aquel contragolpe, había plasmado sus rasgos en otro papelillo que corrió de mano en mano, sembrando risotadas y comentarios burlones. Tampoco dimensionaba yo lo lesivo de dichas caricaturas o bien poco me importaba, prefiriendo disfrutar de sus efectos, envanecido con mi dudoso talento. Confieso que la palabreja endosada por la compañera tuve que hurgarla en el diccionario médico, tan extraña y disonante vibró en mis oídos, igual que si me hubiesen inoculado un virus desconocido.
Demasiada agua se precipitó bajo los puentes arenosos del tiempo antes que nos volviéramos a dirigir la palabra. Cuando ello sucedió, tuvimos la precaución de no tocar el tema, en mi caso, por pudor y ella, porque tal vez le roía en su mente de gata vengativa aquella palabreja. De todos modos, cada vez que nos enfrentábamos, yo hacía alarde de fortaleza, inflando el pecho y acelerando el paso: que no se notara algún atisbo de debilidad, de lasitud y de una pereza endémica en cada uno de mis gestos. Me marco, ya lo creo. En una que otra fiesta que se armaba en la oficina incluso nos confrontamos en un baile sintonizado sobre los acordes de un ritmo tropical. Sonrisas sí, conversación ninguna, sólo el recinto que giraba enloquecido y la voz del cantante que fraseaba: "Por qué me dijiste eso, por qué me dijiste eso" acuciando nuestras sonrisas cómplices referente a una situación que tratábamos con pinzas.
Por supuesto, no volví a retratarla pese a existir suficientes motivos para ello, dormilona como era, de gestos desmañados y voz catarrienta, el lado oscuro de mi personalidad me instaba a inmortalizarla en tan peculiares y variados estados. Más que un respeto originado por la parada de carros, temía que después de trasgredirla, apareciera un nuevo papelucho sobre mi escritorio con otra definición difícil que significara una búsqueda afiebrada y estéril.
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