Un día, me enojé con mi mano izquierda.
—Tú sólo haces cosas siniestras —le dije—. Así que no quiero verte más. Vete.
No se fue, desde luego, porque siempre está pegada a mí; pero tomó una decisión radical: se guardó en uno de mis bolsillos. Yo no quería ni acordarme de ella.
Y no es que yo sea derechista, pero la izquierda es bien inútil. La derecha me escribe mi libro, me lava mis dientes, me coge mi cuchara o mi tenedor, me peina mi pelo… ¡Esa es una mano! A la izquierda, en cambio, nada le sale derecho; y no sabe hacer nada por sí sola, todo tiene que hacer con su compañera. Para humillarla, le dije con desprecio:
—Tú no eres diestra.
Y muy avergonzada, mi mano izquierda se puso roja, descubriendo su militancia extremista. Y como las cosas no tiraban para su derecha, se siguió guardando en mi bolsillo.
Mi otra mano abogó por ella, pero yo la mandé a callar.
—No te metas en lo que no sabes —le dije con firmeza—. Además —agregué, en tono confesional—, tú no sabes cómo es esa mano: esa mano no es derecha.
Un amigo mío, conservador de la vieja escuela de derechas, intercedió a su favor. Pero yo le advertí que su patrocinada me infundía ciertos recelos.
—He descubierto en ella —le dije, confidencialmente— la presencia incuestionable de numerosas falanges de izquierda. Y presumo —afirmé, aunque sin tener pruebas contundentes— que es responsable de varios siniestros.
Mi amigo, sinceramente horrorizado, y a pesar de toda su derechura, aplaudió mi proceder y me conminó a mantener firme la represión, por el bien de la derecha.
Así estaban las cosas cuando Diosito me habló bien bonito.
—Te he hecho con dos manos —me dijo, hablando afectuosamente detrás de su habitual y potente luz— para que tengas equilibrio. Puedes hacer casi todo con la derecha, pero es más sencillo si usas las dos manos juntas. —Y cuando yo estaba a punto de replicar, frunció el ceño y dijo, con su habitual y atronadora voz, mientras la potente luz emitía un brillo de supernova—: ¡No compliques! —Y desapareció en medio de una nube, yo creo que para dar un golpe de efecto.
Entonces, declaré amnistía general para la izquierda. Eso sí, le he advertido que actúe derechamente; sino, a la primera, va a regresar, derechito, derechito, a mi bolsillo.
¡He dicho!
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