Era un paseo agradable sin duda, pero sentía cansancio de tanto caminar. De pronto me hallé frente a un paisaje de ensueño, y se me ocurrió que hacer un breve recorrido por esos nuevos caminos que parecían tan tentadores, podría proporcionarme un descanso diferente.
Se trataba de un día perfecto, uno de esos días en que el sol parece calentarnos con un dulce abrazo y la piel resplandece de juventud y energía, esos días en que la misma brisa juega y danza entre las hojas. A mis pies, se extendía como una sinfonía colorida, un mundo de malvas, naranjas, violetas y dorados crujientes, que caían con suavidad desde los árboles. Sus ramas se entrecruzaban formando encajes únicos, exquisitos. A un costado, un arroyo fresco y cristalino regalaba su sonido, ese murmurar del agua mansa que circula jugueteando entre los pedruscos, alisándolos, domándolos, brindándoles experiencia de vida, mientras un trinar de pájaros - entre revoloteos - festejaba.
Subí por una cuesta ligera y agradable y allí al fondo, como dibujada, apareció una casa de ensueño. Desprendía un aroma delicioso a pan recién horneado saliendo por una de sus ventanas. Llegué hasta la misma, feliz, con el ánimo sosegado por tanta belleza y placidez. Y antes de tocar a su puerta, la abrió una señora de rostro dulce, bondadoso, y cabellos de plata. Parecía esperarme, luciendo una sonrisa franca y contagiosa. Sentí ante su presencia, el mismo cariño infinito que me despertaba mi abuela, y ante mi sorpresa nos abrazamos como familia, como dos almas que se reencuentran.
Solícita, me convidó a sentarme frente a una pulida mesa de madera en la cocina - que supuse - era el centro de su hogar. Colgaban cacerolas y sartenes de cobre bruñido, cortinas de algodón a cuadros rojos y blancos, mientras ella iba y venía, revolviendo con cuchara de madera, un aromático guiso que se calentaba lentamente. Entretanto me confiaba, que su mayor placer era recibir alguna persona que se aventurara por esos rincones. Experimenté gozo, cuando al fin sirvió dos platos y se sentó a mi lado. Sobre el mantel de algodón a cuadritos pequeños, azules con blanco, colocó gruesas rodajas de pan fresco, un vaso grande de cerveza helada - me pregunté en ese momento, si acaso conocía tan bien mis gustos - y en un plato bien hondo de loza inglesa, el guiso humeante y sabroso. De más está decir que pocas veces comí con mayor apetito y satisfacción.
Conversamos de mil temas, intrascendentes algunos, profundos otros. Ella vivía en esa casa con sabor a verdadero hogar, desde hacía muchos años. Había enviudado, y sus hijos la visitaban ocasionalmente. Era notorio su placer al recibir alguna visita. Sentí total plenitud por estar junto a ella degustando esos manjares y percibir su cariño, considero que fue un hermoso regalo para ambas. Y hubo momentos en los cuales casi no hablamos, realmente no fue necesario. Las sonrisas y miradas lo dijeron todo.
En la despedida, nos abrazamos con una inmensa ternura que surgía como torrente del corazón. Supe que llevaría su recuerdo para siempre en mí.
Regresé experimentando aún tan pronto, cierta nostalgia. Pensaba que no sabía a ciencia cierta cuándo volvería a verla.
Primero saqué un pie, luego el otro, y salí por completo del cuadro, prosiguiendo mi caminar por el museo.
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