Todos sabemos que la indolencia, el egoísmo y ese extraño “instinto de conservación” con que muchos afrontan la pandemia, léase fiestas masivas en la clandestinidad, multitud de personas aglutinándose en pos de un producto de marca, viajes masivos a lugares de recreo y todas las etcéteras que uno pueda imaginar, son el pan de cada día.
El coronavirus ha sacado a la luz toda la debilidad endémica de esta civilización barnizada de culta pero que conserva lo innato de la barbarie, lo prístino de ese individualismo de cavernas en que el más fuerte y el más ingenioso tenía todas las posibilidades de sobrevivir.
-Después de esto, seremos mejores- aseguran los más optimistas, que embadurnados en una fe de melcocha, visualizan un futuro prometedor. Difícil precisarlo en realidad, cavilando que en medio del dolor y la desesperación de muchos continúan prevaleciendo los criterios comerciales, escalada ya imparable para el progreso material de las naciones y para el enriquecimiento grosero y desmedido de unos pocos.
No seamos del todo pesimistas ya que aún existen los que respetan las medidas sanitarias en pro de sus semejantes tanto como de ellos mismos y los que anhelan lo mejor para el mundo en una reciprocidad que ilumine las facetas más rescatables del ser humano. Son el espectro silencioso pero proactivo de este paréntesis del que ignoramos su proyección.

Acaso alguno de estos días el desenfadado virus se retire acojinado, no por efecto de las vacunas que se multiplican para desbancarlo ni por las grandilocuentes políticas sanitarias impuestas, sino por algo que lo remecerá terriblemente por dentro y que nosotros bien sabemos definirla como simple vergüenza ajena.