Nací entre personas que asumieron mi cuidado desde la gestación. Pero la intensidad comenzó a perder potencia, con los nuevos proyectos de expansión de la familia. Sin embargo, Dios auxília las primeras entregas, con las raices y troncos de nuestro árbol genealógico.
Y en mi caso, me puso una abuela, que más que trillarme el camino a seguir, observó y respetó cada manifestación de mi propia personalidad. É, incluso, aceptó mis simples correcciones a su depurado comportamiento. Con un respeto que de algún modo invirtió los roles de ambos.
Porque pareció como si los dos nos miráramos, con ganas de saborear lo nuevo que a cada instante, nos definiría. Con la salvedad, de que ahora lo cuento Yo. Y lo que cuento parece que encaja más con el papel de élla. Pero los niños no saben del torrente de experiencias que cargan los que los protegen.
Y nuestra primera interacción partió de nuestras madrugadas rumbo a la Capilla del Perpétuo Socorro. Élla cincuenta y tres y Yo cuatro, ascendiendo y descendiendo por un camino que se bifurcaba. Y en los dos y quizá sin ningún valor, afloraba una tonta pregunta: ¿Quién cuidará a quién? Luego y con los meses hallé un absurdo.
¡Máma-Fefa, las banquetas no son sólo súyas! Y fué pórque notaba la reacción de los que élla, con un movimiento brusco del brazo, les impelía a moverse del asiento. Y tódo con la comunión sobre sú lengua y genuflexa ante el altar. Pero lo ocurrido en la casa de Dios, sé quedaba allá. Hasta que una fría madrugada, además de nuestros cuerpos, cargamos por la subida un banquito propio.
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