Otro texto antiguo.
Existen en el mundo infinidad de tipos de lectores. Cada uno tiene su particular manera de leer. Primero, elegir el lugar dónde se va a leer. El sitio es de vital importancia para realizar una lectura eficaz, cómoda, que permita disfrutar el contenido de lo que se lee; puede ser un mullido sillón de la sala, la atrayente suavidad del lecho, la sobriedad del estudio de casa, la tranquilidad bienhechora de una biblioteca, o el mejor lugar de todos: el baño (definitivamente, mi lugar preferido para leer). No descarto, por supuesto, las lecturas en el transporte colectivo: combies, micros, metrobús, tren suburbano, o en los andenes, escaleras y vagones del metro. Luego, el texto por leer: una novela, el periódico del día, algún libro escolar de estudio, una revista literaria, un cómic, etc; el tipo de lectura escogido, debe ser el preciso para que lo leído conserve la atención plena del lector y lograr así un verdadero aprendizaje o conocimiento. Tres: concentración en la lectura. Es la parte más difícil, donde la mayoría de los que leen terminan perdidos; entonces, es necesario recurrir a las marrullerías, a pequeñas trampas que le permitan al lector entender correctamente el contenido de lo que está leyendo. Aquí, las manías del lector son esenciales, porque son ellas las que van a ayudarle a resolver el entuerto de la atención.
Lectores, a lo largo del tiempo me he encontrado con algunos muy extraños, peculiares podría decir, capaces de poner en juego sus habilidades y defectos, principalmente sus mañas, para leer a su libre sabor y albedrío; no sé si con eficacia, pero sí con una fe inquebrantable en la lectura. Como el hombre aquel del metro, que tomó asiento hace unos días junto a mí; tendría alrededor de unos cuarenta años, alto, desgarbado, despedía un tufo inconfundible a sudor a loción barata y aferraba entre sus manos un libro algo maltratado de “La genealogía de la moral” de Nietzche, el cual apenas sentarse comenzó a leer de inmediato. Volteé casualmente y noté, no sin sorpresa, que el hombre sostenía el libro de cabeza y pretendía leerlo atentamente. Pensé que estaba de broma o un poco mal de la cabeza, así que no resistí la tentación de preguntarle:
-¿Y si le entiende usted en esa posición al libro?
-¿Lo dice porque lo tengo “de cabeza”?- respondió.- Lo que sucede es que su lectura me trae así, literalmente de cabeza, pues no le entiendo ni poco ni mucho, pero no quiero dejarlo sin terminar. En casa lo dejo en su posición normal y me paro de manos, cabeza abajo, para equilibrar un poco la situación que le comento; pero en la calle no puedo hacerlo así, por eso pongo el libro al revés para tratar de comprenderlo un poco.
Me encantó su sentido del humor y su lógica absurda. Sonreí ligeramente mirándolo al rostro; pero en el suyo no había sonrisa alguna, sus palabras habían sido perfectamente en serio.
Otro día, paseando por la Alameda Central, contemplé con asombro a un anciano mal vestido, un tanto andrajoso, que leía sentado en una banca a la sombra de un árbol; a pesar de su aspecto, no me pareció mal sentarme en la misma banca que él, pero en el extremo opuesto, para reponer algunas fuerzas consumidas por el sol agobiante de media tarde. Le miré de reojo, pero aquella breve mirada pareció ser el detonante de una acción inconcebible: el viejo me miró con recelo, y acto seguido, empezó a comerse, a devorar prácticamente el libro que estaba leyendo, como si fuera yo a quitárselo o a disputarle algunas páginas para comerlas. Se llenó la boca a dos carrillos y ante mi extrañeza, se zampó en pocos minutos todo el libro.
-¿Por qué ha hecho eso?- grité.
-Porque así lo hago siempre- respondió aún con la boca casi llena-, en cuanto termino de leer un libro me lo como. Siempre he sido un lector extremadamente voraz.
Me reí, sorprendido, porque imaginé que tampoco tendría mucho más que comer.
Puede parecer mentira lo que cuento, pero no lo es, por todos lados hay gente (y lectores) a los que de uno u otro modo “se les brinca la corriente”, así nomás porque sí.
Y si no, un botón más de muestra: mi vecino Manuel, entre plática y plática, un día me confesó que a él le encantaba leer, que a la semana, cuando menos se leía unos tres o cuatro libros. Me pareció magnífica su capacidad lectora y la rapidez con la que los concluía.
-Lees con mucha rapidez-, le dije- con tanto libro acumulado debes tener ya un conocimiento bastante amplio sobre muchas cosas y una cultura vasta.
-No es así vecino-, dijo. -Leo y leo, pero comprendo muy poco, casi nada. ¿Sabes?, los leo nada más por encimita, saltando de una página a otra, para darme sólo una idea general de lo que tratan; soy lo que podría llamarse un lector superficial.
No podía creerme todo esto; pero debo decir que conocí a otros más. Uno, era lo contrario de mi vecino superficial; éste, se profundizaba tanto en la lectura de un libro, que se perdía en él y nunca lo terminaba; cuando lograba regresar de la lectura, prácticamente no se acordaba de casi nada.
Otro más, comenzaba la lectura de un libro por la última página y lo terminaba en la primera. Esto no me pareció tan disparatado, luego de saber de la existencia de “Rayuela”, de Julio Cortázar. Sin embargo, aceptó que finalmente leer así, lo confundía del todo, lo aburría y no le ayudaba a comprender demasiado.
Un hombre en la barra de un bar, tras beber algunas copas e informarse que me gustaba escribir, me confesó que a él lo que le gustaba era leer y que cuando lo hacía, escogía libros extensos, de muchas páginas, que en realidad eran los únicos que leía.
-¿Por qué?, le pregunté con toda lógica.
-Porque son libros kilométricos, leo por horas y parecen nunca terminarse; como a mí me apasiona correr, entonces aprovecho para hacer ejercicio y me pongo a trotar a través de todas sus páginas para llegar más pronto al final.
Le atribuí la respuesta al vino que llevaba ingerido o su excelente sentido del humor, pero debo reconocer que me dejó bastante pasmado.
Tengo un compañero de trabajo que asegura ser un lector consuetudinario. Asegura que lee para aprender, que desde que tiene memoria siempre ha leído; afirma que es una vieja costumbre y que no puede dejar de hacerla, porque si lo hiciera, seguramente se moriría. Y además, le creo.
Por mi parte, tengo que hacer mi aportación al grueso de todos estos lectores. Yo, me considero un lector empedernido, veo la lectura como un vicio o un mal necesario del cual no puedo ni quiero desprenderme, por eso leo, leo y leo. El día que muera, quiero que me lleven a la tumba con un libro entre las manos; pero uno que sea reconfortante, que tenga el suficiente interés, quizás uno como “El libro de arena” de Borges, para estarlo leyendo por toda la eternidad.
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