Cuando llega al gran edifico, después del largo día de trabajo, ignora nuevamente el buzón, como en la mañana, y sube las escaleras hacia su pequeño departamento. Es la época del mes en que llegan las cuentas, en sobres multicolores, y todavía faltan varios días para recibir el cheque del Gobierno, así que no quiere perder la ilusión de que no tienen deudas. El poco dinero que ha podido ahorrar, tras pagar diariamente el taxi que alquila, servirá para comprar donas para su familia, con chocolate caliente para los pequeños, capuchino para su esposa, «y un expreso para mí, bien caliente». Se detiene un instante ante la puerta doscientos dos; sus ojos están brillando, aunque débilmente. «Será el primer día que nieve, después de tirarnos bolas de nieve, como en las películas», se dice, recordando su promesa. En su lejana Patria, nunca nevaba, y también está impaciente, como un niño. «Tal vez mañana mismo», se dice, mientras entra sin hacer ruido.
Al otro día, sale muy temprano y recoge las cartas del buzón. De regreso en la habitación que les sirve de cocina y comedor, se sienta sin hacer ruido en la pequeña mesa circular, «pero que alcanza sobrado para todos nosotros», y se sirve café de un termo. Está temblando de frío, pero la esperanza de que hoy, finalmente, nieve, lo hace sonreír. «Bueno, tanta cosa», piensa, y empieza a examinar los sobres. Por los colores, reconoce las cuentas y las pone a un lado. Abre el de aspecto más inofensivo.
Es un aviso del Departamento de Transporte Metropolitano, y le comunica que su Licencia de Conducir ha vencido. «Ni pensar en salir a trabajar hoy», el Gobierno es muy estricto con los trabajadores ilegales, y podrían deportarlos. Mejor, ir a tramitar una nueva licencia, aunque «me traten como si fuera un limosnero, me hagan formar interminables colas, y me demore todo el día», piensa, recordando el Ministerio de la Inmigración, el Ministerio de la Educación. Por su familia, que duerme tranquila en la otra habitación, soporta continuas humillaciones de este tipo, «sólo por ser inmigrante».
El metro lo deja a pocas calles del Departamento de Transporte Metropolitano. «Vale la pena», piensa, mientras guarda su carta de metro, que le permite viajar todo un mes a tarifa reducida. Cosas así lo animan a soportar este país, donde sus hijos y su esposa tendrán una vida mucho mejor que en su lejana Patria. En medio del frío, camina despacio, tratando de demorar lo más posible el corto camino hasta el Edificio. «Todavía es demasiado temprano», piensa, pero cuando llega, encuentra abierta la Puerta principal.
A pesar de llevar varios meses en este país, su francés no es muy bueno, «pero no al punto de no poder hacerme entender». Sin embargo, el Oficial que está en la Puerta no lo entiende. «Debo practicar más conversación», piensa, mientras saca su licencia vencida. Señala en ella la fecha, varias veces, y encoge los hombros, haciendo un gesto de interrogación. Ahora sí, el Oficial sonríe, entiende, «menos mal». En un papelito, le apunta una Cifra: 4A. Luego, lo acompaña unos pasos dentro del Edificio, hasta la entrada de la monumental sala de recepción, rociada por una luz fría que le da el aspecto de «una catedral de hielo», y le señala un Pasadizo en el otro extremo, pobremente iluminado. «Parece la boca de una mina.» No hay nadie más en el amplio espacio, rodeado de Escaleras y Pasadizos. «Es una suerte haber llegado temprano», piensa, intimidado por el eco insustancial de sus propios pasos, y se interna resueltamente en las tinieblas.
Ya habituados sus ojos a la semioscuridad, camina rápidamente, pisando a cada instante papeles sueltos, pateando otros arrugados. Se extraña del descuido, en este país donde todo es tan limpio que las calles de los nativos siempre parecen nuevas, a diferencia de los barrios de inmigrantes. «Sobre todo en un edificio del Gobierno.» Pasado un tiempo, también se extraña de no encontrar puertas laterales en el Pasadizo interminable. De pronto, la oscuridad que se intensifica lo alerta, y logra detenerse justo antes de estrellarse contra una puerta, en el extremo del Pasadizo. Casi al mismo tiempo, una voz neutra, sin acento, dice: «Adelante». «Gracias a Dios, habla español», se dice, mientras entra en la Oficina sin hacer ruido.
Sentado en un escritorio lleno de papeles, el Funcionario que lo mira es la antítesis de los pulcros Burócratas de los ministerios: calvo, sin afeitar, sin saco, la corbata aflojada, la camisa arremangada. La Oficina es pequeña, y a pesar del clima del exterior, «aquí hace calor, qué raro».
—¿Oficina 4B? —pregunta, y le entrega el papelito al Funcionario. Este asiente, y le indica una silla frente a él. Luego, arroja el papelito al piso, dice «en qué puedo servirlo» en un español neutro, sin acento, y se queda mirándolo, esperando.
Sin saber por qué, de repente siente miedo. Empieza a sudar; sin embargo, no se atreve a quitarse la gruesa casaca. Medita bien lo que va a decir, «para no dar demasiada información, no hablar de más».
—Recibí una carta —le dice por fin al Funcionario, rompiendo el silencio.
El Funcionario no muestra signos de interés.
—Sobre mi licencia de conducir —añade, después de otra pausa, y saca la carta de un bolsillo de su casaca.
El Funcionario extiende la mano y toma la carta suspendida en el aire. Le echa una rápida mirada.
—Está claro —dice el Funcionario, devolviéndosela—. Su licencia internacional está vencida y no puede ser renovada. Podrá obtener una cuando sea ciudadano.
—¿Ciudadano?
—Ciudadano, cuando tenga pasaporte del país —le dice el Funcionario, fastidiado de que los inmigrantes no conozcan la Ley.
—¿No antes? —pregunta, sin mirar al Funcionario. Levanta los ojos; un «no» más frío que la nieve está pintado claramente en los ojos del Funcionario.
«Sí, me lo temía». Trata de mostrarse calmado.
—Pero si no tengo licencia, no podré conducir —le explica pausadamente—. Yo hago taxi.
—Es ilegal que haga taxi —responde el Funcionario, con sorpresa—. El Gobierno no permite que un inmigrante trabaje haciendo taxi. Usted debe trabajar en su profesión, por eso el Gobierno le permitió venir, porque usted es un «profesional» —pronuncia la palabra con ironía.
«Sí, no entiende.» Trata de que su voz no suene insolente.
—Pero por ahora, es lo único que puedo hacer en su país —pronuncia «su» como si de verdad sintiera que el País le pertenece al Funcionario—. Todavía no homologan mis grados en el Ministerio de la Educación. ¿En qué voy a trabajar?
—Es ilegal que trabaje si no han homologado sus grados —explica el Funcionario, sorprendido de que no se entienda algo tan evidente—. Para eso, el Gobierno le ha asignado ayudas.
«Con calma, piensa bien lo que vas a decir.» A su pesar, ahora su voz suena suplicante.
—Sí, pero apenas alcanza para mí, para pagar un departamento pequeño, para comer. Si no trabajo, ¿de qué voy a vivir?
—Si la ayuda asignada es insuficiente, entonces es ilegal que viva aquí —concluye el Funcionario, triunfante.
La facilidad con que el Funcionario simplifica todo, colocándolo junto a su familia en la ilegalidad, lo descorazona. «Claro, para usted todo es fácil, porque un inmigrante menos no importa.»
—Ah —dice al fin, desilusionado—. ¿Y mi familia?
—¿Tiene usted familia? —pregunta el Funcionario, dando por primera vez muestras de interés.
«Sí», asiente, tristemente, sintiéndose cada vez más lejos de la nieve.
—¿Todos dependientes de usted? —la voz del Funcionario lleva una imperceptible nota de alarma, que no se refleja en su rostro.
—Sí.
—Entonces, también es ilegal que ellos vivan aquí.
«Ya sabía.» Por unos instantes, los dos se refugian en el silencio, completamente asustados de la pregunta que vendrá. «¿Y entonces, qué haremos?», piensa, mientras se frota las manos, postergando el momento definitivo, «¿nos deportarán?», baja la mirada, «¿y la nieve, la promesa?» Por fin, pregunta:
—¿Entonces?
El rostro del Funcionario se relaja, y libre del gran peso del silencio, por primera vez se muestra amable.
—Entonces —dice— hay que regularizar su situación.
Y empieza a buscar algo en su escritorio.
«¿Regularizar?». La Esperanza lo golpea fuertemente, y hace un vacío en su mente.
—¿Se puede regularizar? —pregunta, incrédulo.
—Desde luego —responde el Funcionario, mientras sigue buscando—. Primero, debe llenar un Formulario. Y ya está. Nosotros nos encargamos del resto.
Su esperanza empieza a crecer, mientras el Funcionario sigue su búsqueda. «Se puede regularizar. Con un Formulario». De pronto, su corazón se paraliza. «¿Y si el Funcionario no encuentra ese Formulario?» Ha visto cosas muy extrañas en este Edificio, desde que atendieran tan temprano, pasando por el largo Pasadizo sin puertas, sucio y oscuro, hasta el Oficial silente que no entendía su francés. «Pero no al punto de que desaparezcan todos los Formularios para regularizar una situación como la mía.» Además, supone que no será el único con ese problema. «¿O sí?» Porque si no ha visto a otros solicitantes, habrá sido «porque llegué el primero. ¿O no?» Mueve la cabeza, como para sacudirse de esas ideas. «Qué temor ridículo.» Por fin, el Funcionario encuentra el Formulario.
—Debe llenar esto —le dice, alcanzándole un grueso cuadernillo.
Luego, escribe en un papelito una Cifra, y alcanzándoselo, añade:
—Déle esto a cualquier Oficial, y le indicará dónde puede llenar el Formulario.
—¿Y cuando lo llene, a quién se lo debo entregar? ¿A usted? —pregunta, mientras lee el papelito: 4B.
—No se preocupe. Vaya, vaya —lo urge el Funcionario, haciéndole un gesto para que salga de la Oficina.
Cuando está a punto de salir con su Formulario, el Funcionario dice: “Agnült”, con voz neutra, sin acento, y la puerta se abre. Mientras sale, despidiéndose del Funcionario con una venia involuntaria, «gracias, después de todo», casi se tropieza con el hombre de ojos verdes, descoloridos, sin embargo extrañamente esperanzados, que está entrando en la Oficina. Le entrega un papelito al Funcionario, e increíblemente, antes de que se cierre la puerta, los escucha hablar fluidamente, en un idioma que no conoce.
«Como si estuviera agradecido de que le hable en su idioma», piensa, interpretando la Esperanza en los ojos verdes, descoloridos. De pronto, se da cuenta de que el Pasadizo está lleno de hombres, con su mismo temor en los ojos, «seguro inmigrantes, también», haciendo cola en silencio, con su papelito en la mano. La visión de las diferentes indumentarias, «de todas las naciones del mundo», es insoportable. Se apura en deshacer el interminable Pasadizo hacia la remota puerta de entrada, en busca de un Oficial. «Son muchísimos», piensa, tratando de no tropezarse con los hombres apenas visibles en el oscuro Pasadizo.
Cuando por fin se terminan el Pasadizo semioscuro y las caras asustadas, trata de leer el Formulario en la borrosa claridad que sus ojos perciben, desacostumbrados todavía a la fría luz de la sala de recepción. «Lo sabía», piensa, despejando la sospecha que lo ha venido acompañando. El Formulario está en español. Nuevamente, tiene miedo, sin saber por qué. Cuando encuentra al Oficial, está completamente desanimado. Entrega su papelito, y éste le indica un Pasadizo, siempre sonriendo. Desde el umbral, parece más largo que el anterior, infinito; sin embargo, empieza a caminar animadamente, utilizando la reserva de Esperanza que le dio el Funcionario. A diferencia del anterior, este Pasadizo está muy iluminado, muy limpio. Es de un material blanco, brillante, «como de acrílico», piensa, sin atreverse a tocar las superficies. No sabe qué exactamente, pero algo le desagrada de este Pasadizo, y esa sensación se manifiesta en su expresión. Tal vez que está construido de tal forma que no se puede diferenciar el techo de las paredes y el piso: todo del mismo material, sin aristas visibles. Tal vez la Luz, cuya fuente no puede ubicar. Mientras camina interminablemente, piensa en cuánto tiempo se demorarán en regularizar su situación. Si bien es cierto que ha sido el primero en llegar y que su Formulario será, probablemente, el primero en admitirse, eso es hoy. ¿Cuántos Formularios estarían ya en proceso, antes que el suyo? «¿De dónde viene la luz?», vuelve a preguntarse, mientras sigue caminando. Porque si cada día se reciben tantos Formularios como hoy, entonces demorarán mucho tiempo, «porque son muchos, muchos solicitantes». Mientras sigue caminando, se arrepiente amargamente de no haber leído la carta cuando llegó, de haber perdido el día de ayer. «¿Qué es lo raro, qué?»
Después de mucho tiempo, «horas», piensa, divisa a un Oficial en el extremo del Pasadizo. Ver el final de su camino le da ánimos, y camina más rápido, a pesar del cansancio. Cuando faltan pocos metros, nuevamente una idea paraliza su corazón: «¿Y si el Oficial se confundió de Pasadizo?» Porque no está viendo, por ningún lado, alguna puerta, la Cifra 4B. «Parece más bien un callejón sin salida.» Ahora, la duda insoportable lo hace caminar más rápido. «¿Por qué eres tan negativo?», piensa.
El Oficial recibe el papelito sonriendo, y debe de haber activado algún mecanismo invisible porque, sorprendentemente, una puerta se abre en el fondo del Pasadizo. Con un gesto, lo invita a pasar a la Oficina. Entra con su Formulario, mirando con curiosidad. Es un recinto cuadrado, de unos cuatro metros de lado, con paredes del mismo material que el Pasadizo. También como en este, las uniones entre el piso y las paredes son invisibles, así como las aristas entre paredes. Pero hay una gran diferencia: en la Oficina no existe techo. No que pueda divisar, al menos. El mobiliario de la Oficina es una mesa y una silla, enfrente de la puerta, revestidas de un material muy similar al de las paredes y el piso. «Es muy frío», piensa, pues ha puesto la mano derecha sobre la mesa. Ahora, repara en un lapicero de color blanco, que ha estado mimetizado en su superficie. El estruendo de la puerta al cerrarse pone fin a su reconocimiento.
Ha sido un ruido «muy pesado, metálico», inconsistente con las dimensiones de la puerta, con su material, según los recuerda. «Muy parecido a la puerta de una bóveda», piensa, mientras deja el Formulario sobre la mesa. Si no fuera por la silla, que está opuesta a la puerta, no podría decir a través de cuál pared ha entrado. «También está fría», piensa de la pared, mientras, palpando con las manos, trata de buscar una juntura, una línea de separación, sin encontrarla. «Hermético», piensa, «¿y si me ahogo?». Aspira con fuerza, y un aire frío, clínicamente puro, lastima sus pulmones. Más tranquilo, revisa con detenimiento todas las paredes. «Macizas», piensa, y se desanima de golpearlas. «Seguro vendrán cuando termine de llenar el Formulario», piensa, mientras mira alrededor. «Porque parece que lo saben todo.» ¿Lo estarán observando? Mira hacia arriba, «es como otro pasadizo, sólo que vertical», piensa, sin llegar a distinguir el final. «Se van a gastar mis ojitos.» Entonces, se da cuenta de qué lo ha estado molestando desde que entró al segundo Pasadizo.
«No hay sombra». Extiende la mano, y busca en el piso, luego en la pared donde recuerda la existencia de la puerta: nada. Mira debajo de la mesa: nada. «Es un nuevo material, que repele las sombras», se dice, «o una nueva forma de iluminación», sin convencerse. Súbitamente, tiene miedo otra vez, y vuelve a recordar todas las cosas extrañas que ha visto en el Edificio. De pronto, se siente muy cansado, y se sienta.
«Hay que seguir no más«, se dice, «terminar de llenar el Formulario». Por primera vez, repara en su extensión, «son muchas páginas», piensa. «¿Qué cosas preguntarán?». Lee la carátula del cuadernillo, y repara en un detalle perdido entre las instrucciones. El desaliento lo invade, una vez más. «¿Será coincidencia?». El código en el Formulario está formado por «mis iniciales, y mi fecha de nacimiento». Con repulsión, aparta lejos de sí el Formulario, con el dedo medio de la mano derecha. Empieza a temblar, y se pregunta si de verdad es que hace tanto frío allí adentro, o si se le ha descompuesto el cuerpo. «¿Me habrán estado esperando?», piensa, bostezando. «Habrá sido tanto caminar», se explica, pero la verdad es que siente demasiado sueño. Cruza los brazos sobre la mesa, sin importarle el frío que se filtra por su gruesa casaca, «un ratito», piensa, y recuesta la cabeza.
Piensa en por qué hace esto. En su familia, en la vida mejor que tendrán en este eficiente país, «después de regularizar nuestra situación», con cartas de metro «para viajar por meses», con buses cronometrados, «qué bien, debe de estar nevando afuera», con supermercados donde la subvención del Gobierno alcanza, «qué sueño», con escuelas modernas donde sus pequeños aprenden el francés, becados por el Gobierno, «qué frío, afortunadamente las escuelas tienen calefacción», con Ministerios de la Educación, donde los pulcros Burócratas pronto le homologarán su grados y podrá trabajar en la profesión que tanto esfuerzo le costó terminar, «pero allí la conocí, en la Facultad», en su lejana Patria, donde «también hacía frío, pero nunca nevaba». Y entonces, se duerme, y en sus sueños, sigue viendo ese futuro mejor, más allá del Formulario: el metro, los buses, los supermercados, las escuelas, los ministerios, los ojos niños de su esposa, sus pequeños, la nieve…
Cuando el Oficial recibe el papelito sonriendo, de manos de un hombre de ojos verdes, descoloridos, y abre la puerta, la Oficina 4B está vacía.
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