En una vespertina y lúgubre ciencia exacta,
en una siniestra carrera contra la vida
aprendimos céleres a contar las víctimas,
perdimos la cuenta casi sin darnos cuenta
y dejamos atrás tan lapidarias estadísticas.
La fuerza de la costumbre vulgarizó cifras,
entre mortales subidas y ansiadas bajadas,
el anuncio de un utópico declive nos libertó
pero avivó nuestro deseo de delirar, de escapar
y alimentó imprudentemente la irracionalidad.
Sólo por una vez, solo por un minuto, solo eso;
asomamos la cabeza para dar una sola mirada,
esa misma fue la razón, la insana justificación,
y fue ese único minuto de libertad, el libre arbitrio,
el que reabrió una vez más nuestra caja de Pandora.
Serena, invisible, impávida, determinada,
al acecho de nuevas víctimas, vírica y expectante,
es absurda una existencia que alienta la muerte,
la fatal consciencia de nuestra inconsciencia,
la trágica consecuencia de nuestra inconsecuencia
Pero, si es lógico un vivir para un no morir
y ha de ser razón última para la primera razón,
y sí es tan elevada esa vida que aquí nos espera,
por qué no bien aprendemos a oír los números;
la inocua plañidera, macabra rutina que nos alerta.
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