Orillando el patio, un pino azul asciende sin garbo y mide fuerzas con el limonero que lo enfrenta unos metros más allá mientras un gomero los contempla proclamando su absoluta imparcialidad. Torcido en su búsqueda frenética de soles, el pino pareciera precipitarse sobre la terraza y ha sido razón para que un cable lo ciña al muro del cuarto que sirve a distintos propósitos, incluso el de tratar de mantener la precaria verticalidad de la conífera.
Hace tres o cuatro años me percaté que una oquedad celeste rivalizaba con el verde grisáceo azulino del pino y que en este agujero que le abría paso a las diferentes tonalidades del cielo, se dibujaba casi nítida la silueta de la Virgen María con su aureola y todo. Declaro mi desapego total a esos arranques de fe al que adhieren personas más recalcitrantes. Por lo mismo, esto que consideré una enorme casualidad, fue puesto en ojos de quienes opinaron de diversa manera. Hasta la palabra milagro ondeó como un arbusto más de ese jardín y hubo fotografías diversas y un fervor solapado de quienes no deseaban ventilar tanto entusiasmo en una época en que los hechos milagrosos no son frutos de estación.
El asunto se diluyó, adquiriendo sólo tintes anecdóticos mientras el pino parecía alzarse en puntillas sobre sus raíces en busca de ese necesario sol que bronceaba su ramaje.
Al año siguiente, el agujero conservaba la silueta mística, sólo que la aureola ya no existía. La naturaleza sabrá por qué dibuja y desdibuja la fronda de los árboles sin que ello signifique sacrilegio alguno. Sin embargo, y con mucha buena disposición, aún parecía que la madre de Jesucristo nos contemplaba desde la acuarela celeste de dicha oquedad.
Ya casi olvidado este tema, que más bien parece ser algo que se relaciona más con la pareidolia* que con otro asunto, hace un par de días enfoqué mi mirada buscando el rasgón inscrito en el follaje y no sabiendo explicar por qué motivo, me sorprendí acosado por un ligero sentimiento de melancolía. El lugar aquel donde reinaba la celeste señora había sido cubierto por repentino follaje. Pudo ser la prodigalidad en el riego, acaso los abonos que le devolvieron vitalidad al pino aquel para que recuperase su fronda. Quizás sólo fue producto del sol, que sazonó a punta de rayos el alma aterida de este vegetal. Pero lo cierto es que el follaje cubrió esa coincidencia y sin ningún ánimo de pronunciar yo estas palabras que revolotean por mi cabeza, es posible que más de alguien argumente que lo que sucedió obedece nada más que a un triste exceso de descreimiento.
*Pareidolia. Alteración perceptiva de nuestra mente, cuando a través de cualquier objeto o situación real, generalmente poco estructurado, percibimos algo distinto asociándolo a patrones conocidos.
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