La olla descarriada

Cuando la elegí en el supermercado, se veía tan prolija y elegante con su tapa de vidrio templado, con ese brillo deslumbrante del acero inoxidable y con las medidas grabadas, uhmm ya soñaba con los sabores y aromas que mandarían de sus fauces.
A menudo viene sucediendo, sobre todo cuando pongo los zapallos loche, las zanahorias, los tiernos choclos o tal vez las carnes para el suculento locro, que terminan bien cocidos y crujientes con un sutil aroma a carbón.
Es fácil de lavar eso sí, porque es antiadherente. En ninguno de mis pensamientos espere guisos con sabor a brasas en mejor de los casos, aunque tarde en darme cuenta que es más delgada que sus compañeras en la cocina.
La quinua ha sobrevivido a su fondo, pues he de aguardar sus berrinches sobre la hornilla cuando aumenta la temperatura y se evaporan los jugos de los guisos, cremas, ni que decir del arroz con pollo. Amén del concolón de los arroces que Fausto odia.
Olla y hornilla confabulan para humear mis suculentos almuerzos. Sin embargo eso no me amilana al momento de traerla sobre el fuego y he de domesticarla al bajar la llama de la hornilla después de hervir los guisos y arroces para convertirla en mi aliada antes de emplatar la comida.
En este diciembre, reconozco que ha desistido de sus pataletas y está comportándose a la altura de las fiestas de fin de año.