Mientras intentaba pegar el botón a su camisa, habiendo hecho blanco por fin el hilo en el ojo de la aguja, Germán rememoró los finos dedos de Elisa obedeciendo a la partitura aprendida desde su infancia. Observarla era asistir a un concierto en que cada trazo equivalía a una nota que reverberaba en alguna parte suya y era el amor y la admiración y ahora la nostalgia por esas manos adoradas que nunca más tañerían para él.
Después cocinaría y mientras el agua hervía para precipitar después un puñado de fideos en ese martirio burbujeante, contemplaría los frascos de las especias y una lágrima se le atragantaría en su trayecto. Imaginó tales pocillos transportados de la alacena a la sartén, vaciándose la cúrcuma, la pimienta o el orégano de acuerdo a la alquimia de sabores de su amada. Ella, la ausente que se dibujaba en el centro de las lágrimas, burbujas de hombre que deshabitaban su alma.
Mientras mordisqueaba esos fideos lánguidos, recordaba sus últimas palabras:
-Me voy de esta casa.
Y esas breves palabras resonaron más en la feble arquitectura de su pecho herido que en ese hogar, en donde se desplomaron como polvo insustancial. Aún vibraban dentro de él como una enfermedad que se retorcía entre sus órganos, provocándole ese vacío insondable. Y el “me voy de esta casa” se fundió en una sola sílaba para inaugurar un “mevoy” punzante y creciente, similar a un dolor molar expandido a su cuerpo todo, adjetivando sus días lúgubres.
Lavar, planchar, remendar y cocinar en un hogar habitado de soledades propiciaba esa melancolía densa que teñía de sórdidos manchones hasta el más íntimo rincón. Ya en su lecho, la buscaba entre el hueco de las sábanas, tentaba sus imaginarias formas, encendía la lámpara para patentar el abandono. Sólo acudía el “mevoy” que se había establecido en el cenit de su pensamiento para mortificarlo de manera indeleble.
La buscaría, trataría de convencerla, intentaría un armisticio, apelaría a todo para que ella regresara. Pero, ¿adónde se había ido? A la casa de su madre, no. ¿Amigas? No eran demasiadas y jamás se atrevería a molestarlas con un tema de este tipo. ¿Algún hotel? ¿Otro hombre? No, no era de esas. ¿O sí?
Su celular jamás respondió y es obvio que ella lo había desechado para evitar su persecución. No se llevó nada, sólo ese desprecio que le deformó sus labios en un rictus desconocido para Germán.
Ya no se movía de ese centro de operaciones del dolor. Aguardaba las largas horas arrellanado en el sofá, perdida su vista en algún punto indefinido. Sus lánguidos suspiros alborotaban las partículas de esa atmósfera luctuosa y se dormía de pronto o sólo era el silencio el que lo arropaba con vellones de misericordia.
Silvia no descansa. A su inmenso dolor se agregan esas situaciones inconcebibles que la desvían de su congoja y la sumen en un escenario preocupante. Son pasos, quejidos, puertas que rechinan. Cuando arrendó ese departamento, le pareció cómodo y bien ubicado. Sobre todo, a un precio muy conveniente. Lo importante para ella era encontrar un lugar alejado para meditar, tranquilizarse, dejar atrás una historia dolorosa. A través de los ventanales presenciaba el tráfago diario, personas que deambulaban con prisa, vehículos aún más presurosos dibujando franjas luminosas a su paso. Eso la distraía en el ocio de sus días. Pronto regresaría a su empleo, por lo que aprovechaba esos instantes para ocuparse en no hacer nada, salvo contemplar ese hormigueo y, olvidar.
Los ruidos la despertaron. Alguien parecía mover utensilios en la cocina. Saltó de su cama y encendió las luces. Caminó nerviosa por el breve pasillo hasta cruzar el dintel. El silencio era total y todos los objetos estaban en orden. Aguardó un instante, esperando que acaso una rata, un pájaro, algo tangible hiciera explicable la situación y le regresara la tranquilidad. Pero la tensa calma sólo aceleró los latidos de su corazón de tal modo que se desplomó en un rincón ya sin deseos de racionalizar nada, sólo esperando que todo ese océano de inquietudes calmara su proceloso oleaje en algún momento.
Decidió regresar a sus labores. Debería desembarazarse de todos los espectros, los de su corazón y aquellos que alteraban su calma. O ambos eran lo mismo, pero no perdería el tiempo en elucubraciones vanas.
Un piso más abajo, el hombre proseguía sumido en sus propios tormentos. No imaginaba que ese dolor alojado en su pecho se irradiaba de manera imperceptible. Ningún experto, ningún científico podría aventurar alguna explicación a eso. La ciencia y los teóricos se basan en hechos mensurables y no le otorgan crédito a situaciones de tan fina trama, de tan invisibles hilos que sin embargo se trasmiten a través de las paredes con una fuerza sorprendente y se materializan como cosa viva.
Y Silvia, apaciguada por el trajín, se acostumbró a tales manifestaciones, lloros y objetos desplazándose por las habitaciones. Hasta que un día cualquiera, bajó las escaleras impelida acaso por ese algo poderoso y se topó a boca de jarro con Germán, quien, por esas curiosidades de la vida, se había asomado a la puerta para respirar algo diferente a la densa atmósfera de su departamento. Y los ojos suyos y los de Silvia coincidieron en ese espacio en que flotaban la curiosidad, las expectativas y acaso algo aún más esperanzador que todo eso.
Un simple “hola” resbaló de los labios resecos del hombre, allegándose a sus oídos las suaves notas de la voz de ella.
No hubo más ruidos fantasmales en el departamento de Silvia ni objetos desplazándose por las habitaciones. Y en el departamento de Germán, la luz cotidiana remodeló los objetos con su luz sanadora, las ventanas abiertas recibieron el aroma a mundo en movimiento. Y subiendo y bajando y bajando y subiendo, Germán y Silvia comenzaron un romance que fue un ensalmo para sus almas, retribuidas por fin en sus escasas coincidencias y multitud de diferencias.
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