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Por haber vivido desde niño en el campo, Carlos era un tipo valiente, además de buena gente. Había adquirido, a punta de mucho trabajo y a lo largo de los años, su propia “mediagua”, donde con ayuda de sus vecinos había logrado construir una casa sencilla pero acogedora, en la cual vivía con Patricia, su mujer, y sus tres hijos, de entre dos y seis años.
Entre sus vecinos eran muy apreciados y hasta admirados, pues al parecer constituían lo que se puede llamar una “familia feliz”. Por eso, esa noche los sorprendió tanto, a pesar de la distancia existente entre sus respectivas casas, oír gritos altos, tanto en tono como en volumen. Era muy raro oírlos pelear.
Lo último que se escuchó esa noche fue cuando Carlos gritó desde afuera de la casa que se iba, y entre los ladridos de los perros, que entre otras cosas se fueron con él, agarró montaña arriba, por el camino que entre el monte, conducía a la casa de los Rodríguez.
Lo que sucedió después lo supieron luego en detalle sus vecinos por lo que el mismo Carlos contó: Estaba muy emberracado, sabía que la culpa era de ambos, tanto de Patricia como de él, pero prefirió largarse antes de que la cosa se saliera de control, es que se estaban gritando mucho, como casi nunca lo habían hecho. Se puso muy triste, a pesar de la arrechera, cuando sus hijitos se pusieron a llorar, y lo único que se le ocurrió fue irse hasta que le pasara le piedra. –Y salí puerta afuera –decía- sin saber pa donde ni por cuánto tiempo-.
Sus vecinos lo comprendían, en algún momento les había pasado. Y a diferencia de lo que sucede en el pueblo o en la ciudad, donde alguien en su misma situación se puede poner a caminar entre la gente un rato, irse a un parque, o terminar donde algún amigo o familiar, en el campo la única opción a la mano es agarrar pal monte. Si no se quiere regresar pronto a la casa, la opción más viable es que luego de un buen rato de caminata, termine en la casa de uno de ellos.
Y Carlos seguía contando que esa noche sus pensamientos no lograban ser claros. Lo único que llevaba al salir era una macheta que tenía colgada al cinto, el celular en el bolsillo y los tres perros. Con el celular, aunque en esa zona la señal no era tan buena y lo que menos quería era llamar a alguien, se pudo alumbrar mientras caminaba. Y los perros eran los únicos que parecían contentos ante lo inesperado del paseo a esa hora. Pero la alegría nos les duraría mucho. Quince minutos después de haber salido, se pusieron inquietos. –Menos mal el celular tiene buena carga- pensó Carlos, pues de otra manera, si se le hubiera acabado la batería, no tendría otro remedio que regresar, guiado por los perros, entre esa oscuridad.
Como tenía poca luz, iba mirando hacia el piso donde alumbraba con el teléfono, y de vez en cuando trataba de alumbrar hacia adelante, sobre todo cuando oía algo o sentía algún movimiento. En ocasiones eran animales sueltos en el camino, y en otras no era nada. Y en una de esas, al levantar la luz, vio algo raro, al tiempo que los perros empezaron a ladrar y aullar con mucha fuerza y persistencia. Lo que vio, no muy nítido, fue una silueta algo más clara que el resto de cosas, que se veían negras, y que se desplazó rápidamente, de derecha a izquierda, atravesando el camino. Parecía una persona –decía- pues era más alta que ancha, a diferencia de una vaca o un caballo, y sumamente ágil.
Antes de asustarse, le entró la curiosidad, porque como ya se ha dicho, Carlos era valiente; así que apagó la linterna, prendió la cámara y empezó un video, usando el flash permanente como linterna, y arrancó con los perros a perseguir eso tan raro que había visto fugazmente.
-En el video- dijeron luego los vecinos –se veía que caminaba rápido y hablaba nervioso.
-Es que vi algo- se oía en el celular la voz de Carlos, jadeante. Los perros, nerviosos, no dejaban de ladrar y lo iban guiando hacia algo, como cuando salían a cazar. Así caminaron unos dos minutos, como se apreciaba en el video, hasta que varios gritos desgarradores que provenían de lo que iba persiguiendo, lo paralizaron al tiempo que se le erizaban los pelos de la nuca. También paralizaron luego a quienes vieron el video. Y hubieran paralizado a cualquiera que de alguna manera los hubiera oído. Cómo explicarlo? Eran como de una mujer desesperada, pero con una potencia que hasta ahora nadie había escuchado. Los primeros fueron tan espeluznantes, tan agudos, tan macabros, tan angustiados, que los vecinos, al ver el video, pensaron de inmediato en La Llorona. Luego sonaban un poco más calmados, más como un llanto quejoso que como un grito, como si al principio hubieran querido espantar y luego simplemente denotar un sufrimiento eterno y desconocido.
Cuando Patricia, preocupada, pues también oyó los gritos, se percató del regreso de Carlos, sintió que el alivio se había sobrepuesto a la rabia de antes. Ante el estado de Carlos no pudo menos que sentir compasión, pues él había llegado mudo, con los ojos desorbitados, y más jadeante que los perros. Al otro día, al ver el video, le dio la razón.
Más porque la conciencia le insinuaba a Carlos que el susto pudo haberse originado en la pelea, que por otra cosa, le pidió perdón a su mujer. Y ella, en voz baja, casi susurrando, por qué no, con algo de silencioso agradecimiento por la oportuna solidaridad femenina, haciendo fuerza porque una sonrisa cínica no lograra asomarse a su boca, hizo lo mismo.

Texto agregado el 04-01-2021, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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