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Miedo era el que sentía. Pero de ese miedo negro, amargo, hediondo a fruta podrida, a velorio. Un miedo que le horadaba los huesos; que le gatillaba la paranoia y que se le había venido encima temprano cuando vio ese anillo de aceite rodeando todo el frente de su casa. Sintió pánico, mucho pánico, porque de pronto coincidentemente se le había venido la mala, así sin ningun aviso se le dejó caer y ese testimonio de maldad que había descubierto comenzando el día, daba cuenta en parte de las razones.

Por alguna extraña razón se le metió en la crispa que la culpable de todo era una mujer. No sabía cual de todas podía ser. De todas maneras no demoró un minuto en colgarse un crucifijo al cuello y prender velitas en el altar que días atrás había armado con la cara de Jehová, cuando el día lunes de esa misma semana amaneció muerto su perro. El martes fue la radio que le robaron del auto y el miércoles esa sombra que se la apareció en el patio, sin contar las moscas muertas que salieron del barrido en la víspera.

Una y otra vez mientras caminaba se acordó de ella, también de la otra y de la otra. Igualmente se dió vuelta por la idea de que pudiese ser el marido de alguna de ellas, incluso sospechó de su mujer quién ya estaba aburrida de todas sus mentiras y en hartas lo había sorprendido últimamente. Como aquella vez que llegó a su casa con la espalda llena de arañones y que por más que se mantuvo firme en una supuesta alergia, sabía que ella no había quedado conforme con esa explicación.

Pensó en sus hijos a quienes siempre temió. Casi al llegar al templo comenzó a sospechar de todos. Nadie se salvó, nadie, ni Dios. Todos tenían una razón para desearle el mal. Las manos comenzaron a tiritarles de terror.

Más tarde, parado sobre el púlpito y mientras se afanaba en el evangelio segun San Lucas, vio que todos los presentes en el servicio lo miraban con ojos inquisitivos. Él con su terno y corbata de pastor se esforzaba en convencer a Jehová de su fe.

Desde las feligresas a quienes vivía levantándole las polleras en el templo, hasta los hermanos a quienes debía dinero, ninguno parecía ya creer en su palabra. Su soledad era evidente y su miedo irresistible.

Cuando comenzaron a sonar los panderos y a llorar las guitarras, el pastor sintió el abandono de Dios. Su mal comenzaba a hacerse evidente. El embrujo comenzaba a hacer su efecto como una invisible tela de araña que le cubría el alma.

Texto agregado el 04-10-2004, y leído por 643 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
05-10-2004 eres brillante Ricardo, realmente brillante, debes ser uno de los pocos a los que les leen sus largos cuentos. Mis ***** mariafernanda
05-10-2004 Hombre, un cargo de conciencia pesa, duele y quema. Me gustaría que este texto se conocido por tanto ingenuo que se deja llevar por algunas ideologías. Sin llegar a ser totalmente escéptico no está en mi vocabulario la "fe ciega", esa fe en la que se respalda últimamente la lucha contra el terrorismo. Felicitaciones. caselo
04-10-2004 uuuuuuuh, vaya con el pastor, estoy con Anemona en lo de la conciencia. Curioso el cuentito. Y bien contado claro burbuja
04-10-2004 Primera vez que me encuentro con que el peso en la conciencia se llama embrujo, todo cojo le hecha culpa al empedrado, decía mi abuela. Me pareció una historia graciosa con tu sello, pero de puro copuchenta quisiera saber que le pasó al pastor anemona
04-10-2004 Se lee de un tirón, pero que ganas de saber que le pasó al muy fresco jaja. libelula
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