Una tregua
Estacioné el auto frente a la casa. Empecé a pensar en mis hijos, en mi mujer, el olor de la biblioteca, el té, las galletitas con manteca. Abrí la puerta, mi esposa estaba sentada a la mesa. Hojeaba una revista. No levantó la vista. Fui y la abracé por detrás.
-¿Qué lees con tanta atención?
-Mirá, dice que la muralla China no se ve desde la luna. Es un mito. La verdad…una gran desilusión.
Le di un beso en la cabeza. Me senté a un costado. Mis hijos jugaban en el patio, en la pileta.
Agarré el control y encendí el televisor. Festejaban en República Checa.
-Se fue otro año- dije.
-Volando- dijo ella.
-¿Está todo listo para esta noche?
Esa pregunta daba lugar a un montón de puteríos de respuesta pero había que hacerla.
-Ni me hablés- dijo, frunció el ceño, se quedó muda.
-¿Qué pasó?
-Me llamó mi hermano, dice que no consiguió el lechón, así que trae un cordero.
-¿Y?
-A mí no me gusta el cordero, a Esteban tampoco, y a Patricia menos. O sea... no le gusta a nadie.
-¿Y no le dijiste?
-Le dije pero...bla bla bla y tu vieja me vino a decir que ya está cansada de que tengas guardias para las fiestas. Me lo dice a mí, pero a vos no te dice nada.
-Bueno, ya fue, no te hagas drama...
La agarré de la mano. Me puse de pie y me paré a sus espaldas. Le acaricié los pechos.
Una vez estábamos en la mesa de la cocina con mi papá. Ahora me pongo a pensar que todas las conversaciones que recuerdo con mi papá fueron en la mesa de la cocina. Le pregunté si alguna vez le había sido infiel a mamá. Me dijo que nunca. Me contó algo de una fiesta, que llevó a una prostituta en el auto hasta la casa pero se negó a hacer algo con ella. Un amigo me dijo: todos los padres tienen secretos.
-¿Todavía me querés?- me preguntó mi mujer.
-Por supuesto- le dije. -Te quiero y me calentás.
Nos besamos. Ella era en ese momento la mejor y la única mujer de mi vida. Entró mi hija, Brunela.
-¡Basta!- exclamó.
Tiene cinco años. No le gusta que papá y mamá se besen. Después entró Nicolás. A él tampoco le gusta.
-Mamá es mi novia- dije.
-Mamá es mía- dijo Nicolás.
- Mamá es mía- dijo también Brunela.
Y se le treparon.
Mesa de fin de año. Larga mesa de fin de año. Es una boludez, todo sigue igual, pero llega fin de año y parece que algo termina y algo comienza. La vida es un acto de fe. Uno cree, debe creer, qué sería si yo no creyera. Mesa de fin de año. Familiares. Dos familias, que son cuatro, que son ocho. Tipos que no soportás, una abuela a la que querés pero justo se sentó al lado de ese pelotudo. Tu primo es piola, pero. En fin, la tregua. ¿Tregua?
Me acerqué a mi viejo. Le echaba brasas al asado.
-¿Y cómo va, papi?
-Bien. Me llamó tu tía...
Como siempre mi viejo terminó hablando de su niñez, y su niñez era felicidad para él y para mí. Me pareció que esa charla, ese momento, fue el único que merecía ser vivido aquella noche. Que a pesar de todo yo merecía ese momento. Papi, soy un desastre con mi vida, nunca puedo ir por donde quiero ir, me desbarranco, todo el tiempo. Lo pensé pero no se lo dije.
-Me voy- le dije. -A las once entro de guardia.
-Vaya, hijo- me dijo orgulloso. Somos de la estirpe del primer trabajador. De la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Pueden decirnos cualquier cosa, pero nunca vagos.
Me despedí de mi mujer. Le dije que entretuviera a los chicos así no lloraban cuando me vieran irme. Saludé a todos:
-Pásenla bien, me voy a salvar vidas
Hablaba un poco en joda un poco en serio. Los médicos siempre queremos salvar vidas, que mierda, por eso odiamos las anginas.
Me fui. Podría haber dado el alta a la guardia con el handy desde mi casa, haberme quedado a esperar la primera salida. Pero no. Fui hasta una estación de servicio. Los empleados habían cerrado el market pero me conocían así que me dejaron pasar. Los saludé y me senté en un rincón. Ellos comían en otra mesa, charlaban alegres. Me puse a hacer garabatos en una servilleta. Continué haciendo garabatos sobre servilletas por un largo rato. Círculos, cuadrados, más círculos. Espirales.
Pensé en mi mujer, en mis hijos a la mesa familiar. Que lindos que están, que grandes, que pícaros. Mis hijos eran mi vida. Amo a mi mujer. Sí. Mi hija me dice que soy fuerte e inteligente. Ella dice que es más inteligente que yo porque escribe con la zurda. Yo se lo enseñé. Le enseñé que tipos zurdos como Maradona o el Che eran muy inteligentes. Mi hija agradece la comida cada vez que nos sentamos a la mesa. Todavía se oye la voz de mi abuela, no es una voz, es un grito desesperado, no había plata, ella trabajaba para un terrateniente, se robaba la comida de los perros para llevársela a sus hijos. El pan de cada día danos de hoy.
Apoyé la birome sobre la mesa, con los papelitos garabateados hice un bollo. Me quedé mirando eso distante y lejano que miran las personas cuando están tristes.
-¡Feliz año nuevo!
Los empleados de la estación festejaron. Se abrazaban, brindaban. Todo el market cerrado, la intimidad cómplice de los que trabajan los días festivos.
-¡Feliz año, doctor!
Levanté la mano y sonreí.
Un momento después vino una de las empleadas. Era la más fea.
-¿Doctor, le pasa algo?- preguntó. Su sonrisa tenía toda la ternura que podía tener una sonrisa aquella noche.
No quise ser despreciativo. Con voz suave contesté:
-No pasa nada y me pasa todo.
Avanzamos por un pasillo largo y oscuro. La mujer tenía el pelo rubio manchado de mechones canosos. Ruina y edad. Imaginé años de discusiones con un marido al que nunca quiso pero al que no podía dejar. Hijos que la abandonaron. Abrió una puerta de metal oxidada. Un patio, baldosas rojas y amarillas, opacas. Una mesa con platos, había restos de huesos, una sidra, un tetra de vino, vasos. Macetas con plantas, olvidadas. Un perro comenzó al saltarme. La mujer le gritó que me dejara de molestar. Una puerta alta, con persianas abiertas, un hombre parado junto a ella. Camisa, pantalón marrón (como los que usaba mi padre), ojotas; la barba del que no se baña hace días.
Me indicaron que entrara por esa puerta. Lo hice. Detrás de mí el hombre, la mujer, había una piba junto a la cama. En la cama, una anciana. La piba parecía ser la única con un atisbo de felicidad en el alma. Ella fue quien me dijo:
-Feliz año nuevo, doctor.
-Uh, sí, no lo saludé, doctor - dijo la otra mujer.
El hombre, serio. La anciana, con los ojos cerrados. Era delgada, estaba cubierta hasta el cuello con una sábana.
-Feliz año nuevo- dije.
Me quedé mirando a la anciana. Nadie decía nada. Se escucharon las explosiones, fuegos artificiales ahí afuera. El perro jadeaba junto a la puerta. Nadie decía nada. Me puse las manos en la cintura. Por muchos años cuando llegaba fin de año y me abrazaba con mi viejo, siempre llorábamos, era nuestra forma de decirnos te quiero, a pesar de todo. Después comencé a hacer guardias para navidad y año nuevo.
Sonó mi celular. De seguro que después de haber celebrado, brindado, comido pan dulce era una llamada de mi mujer. Feliz Año nuevo, me diría, pero no atendí.
Apreté el botón rojo y la desagradable música del celular se apagó.
-Mi abuela está delirando- dijo la piba. Era linda la piba, no tenía tetas, caderas, ni siquiera ojos hermosos, pero era linda.
No contesté nada.
Me acerqué a la anciana.
-¿Cómo se llama?- pregunté.
-Feliciana- dijo la mujer. El tipo salió a fumarse un pucho junto a la puerta.
Me puse muy cerca de la anciana. Casi podía sentir su respiración.
-Feliciana- susurré.
No abrió los ojos.
–Feliciana- dije otra vez.
Movió la boca. Unos segundos. Después abrió los ojos, pero lento, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano para despegar los párpados. Telarañas.
-Hola- le dije.
Sus ojos terminaron de abrirse, y por fin me vio.
-¡Herminio!- exclamó. -Herminio, amor mío.
Sacó los brazos desde debajo de las sábanas, llevó sus manos a mi rostro.
-Herminio, te extrañé, Herminio.
-Abuela es el doc...- intentó decir la mujer. Estiré mi brazo, la enfrenté con mi mano abierta, que se callara. Lo hizo. Gracias a Dios.
-Feliciana- dije. Pensé en darle un beso en la boca, pero no. La besé en la frente.
La anciana me abrazó y se puso a llorar. Me apretó fuerte junto a su cuerpo, con la fortaleza que puede tener una anciana.
-Dios mío, Herminio…- dijo.
Entonces me liberó, me separé de ella, despacio, me incorporé.
Agarré mi maletín y me encaminé hacia la puerta.
El tipo tiró el pucho, me miró.
-Doctor, ¿Qué hace?- preguntó la mujer.
-Me voy- dije y salí al patio.
La mujer me siguió. - Doctor ¿No le va a tomar la presión, revisarle el corazón?
Yo seguía caminando hacia la salida.
-Hijo de puta- dijo el tipo. -Lo vamos a denunciar.
Ese abrazo que nos dábamos con mi viejo cada fin de año mientras llorábamos, era un instante, un instante en el que nos queríamos.
Escuché que la piba decía, dejalo, mamá.
Entré en el pasillo aunque la mujer me pedía que hiciera algo, y el tipo me puteaba. Salí a la luz naranja de calle. Me subí al auto. Ganas de tomarme una cerveza, de escuchar música, de rezar, de besar a mis hijos.
Modulé por el handy a la base, cerré la consulta.
-Pasame otro paciente, rápido, por favor- le pedí al operador.
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