Era otro mundo aquel ya lejano de mi infancia, hoy , desde la distancia, lustrado con una pátina dorada y nostálgica.
Casi no había ausencias, salvo la de los abuelos, a los que no conocí, por lo que nunca sentí su hueco , pese a que se hablaba de vez en cuando de ellos.
Estábamos todos o casi en una familia muy piña y bulliciosa: abuelas, padres, tíos , primos...
Eran días de austeridad los de aquella España rural de los últimos coletazos del franquismo. Nos distraíamos con los primeros televisores en blanco y negro (destacaba la programación de teatro en Estudio 1 , las películas de dos rombos para mayores y las de los niños prodigio , Joselito y Marisol).
La radio de la abuela retransmitía los partidos de fútbol , que seguían con fervor mi padre y mi tío Ramón.
Era una España rural de largos lutos; de misas y rosarios y procesiones; de sesiones dobles de cine infantil en el cine Verna; de tardes de juegos infinitos, sin casi juguetes, en las Viñillas.
Y de grandes nevadas en largos inviernos gélidos, cuyo helor mitigábamos a la lumbre de la chimenea y al brasero de picón , cubierto con la alambrera donde se ponía a secar la ropa lavada, ese brasero que nos ponía las piernas cuajadas de cabrillas. Y por las noches, nos hundíamos en la cama , sepultados en varios pisos de mantas , y calentábamos los pies con las bolsas de agua caliente.
Especialmente crudas eran las festividades navideñas. Solíamos jugar en las inmediaciones de la escuela a pelotazos de bolas de nieve, la misma con que hacíamos muñecos, y a resbalarnos por las pendientes en sacos.
Cantábamos villancicos en La Casa de la Pasión , donde se montaba un Belén enorme en la poyata de una gran ventana que daba a la calle, desde donde nuestra mirada niña se extasiaba en la contemplación del pesebre con las figuritas de barro( niño Jesús en su cunita, pastorcillos, borreguitas, gallinas...), de los riachuelos en papel plata, de la ficción de la nevada en los picos con harina, del musgo...
Pedíamos el aguinaldo por las casas vecinas al son amenazante de " El aguinaldo o desembarro". El obsequio solían ser nueces, castañas o turrón, nunca dinero.
Las comidas de las celebraciones eran humildes, muy alejadas de las pantagruélicas comilonas que vinieron luego.
Y vivíamos con especial ilusión la llegada de los Reyes Magos, que solían traernos pocos juguetes y muchos regalos prácticos: cartera para el colegio, manoplas, bufanda, paraguas, estuche de lápices Alpino y , con suerte, alguna muñeca.
Para la ocasión algunos años se disfrazaban de Reyes magos mozos del lugar que, montados a caballo, recorrían el pueblo repartiendo los regalos.
Me asalta el recuerdo vívido del temor a asomarme al balcón a recoger el agasajo que me ofrecía Baltasar aquella lejana noche de Reyes en que mi abuela me despertó para recibir a los Magos de Oriente.
Más tarde supe que era Manolo, un primo mío mayor , el rey Baltasar, con la cara tiznada para el papel de rey negro, una realidad exótica y desconocida por entonces en mi pueblo, tan distante de la civilización multirracial , que causaba espanto a los más chicos.
Sucedía que ya por aquellos días empezaba a sonar entre los amiguitos más precoces del colegio la cantinela de que los Reyes eran en realidad los padres. Y yo , aquel día en que me despertó mi abuela, me debatía entre la inclinación al mito y la realidad.
Hoy , muy alejada en el tiempo de aquellos días iniciáticos y de bautismo ante la vida, pienso con melancolía y añoranza en las sencillas Navidades de mi niñez, navidades plenas, sin huecos, navidades de otro mundo que se fue por los intersticios del tiempo.
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