Estaban en pleno dancing, cuando entró un individuo con una metralleta haciendo una barrida.
Reaccionar, parecían querer decir aquellas balas. En mi mente infantil se configuró un concepto. No veía, debajo del asiento donde me había escondido y me encontraba a salvo, la sangre por doquier y la destrucción de parte del mobiliario.
Entendí el mensaje con mis trece años. Aquellos tíos no buscaban dinero, ni obraban por sadismo. Eran unos despertadores de conciencias. Aquella masa informe había que orientarla en otra dirección. Delante de mí cayó un hombre desplomado al suelo, lo que me puso más a salvo. Mientras caían los cuerpos por doquier yo estaba extrayendo una sabia enseñanza: había que ser consciente en la vida y no dejarse llevar por aquella marea informe, banal y conformista. Luego llegó la policía y tampoco tuve ganas de dar muestras de existencia. Me escabullí por debajo de la fila de asientos y salí hacia los servicios. Allí había otra salida que daba a un callejón oscuro. Entré sorpresivamente por la misma ventana que había salido, a casa. Al día siguiente la prensa se explayaba sobre la noticia que yo había presenciado en primera fila.
Que si el I.R.A., que si patatín, que si patatán. Yo sólo sabía lo que había pasado realmente: una llamada de atención bastante significativa a todo lo que significaba gregarismo y futilidad hacia la vida.