La Nieves se revuelve en su lecho sin tener conciencia de ello. Ya no existe el tiempo para ella, los nombres de la gente se le fueron confundiendo hasta que un día se le borraron para siempre. Desde entonces, sus pupilas tratan de capturar algo ignoto y son dos discos erráticos que al final se rinden al sueño. Esta Nieves octogenaria que en sus años mozos fue empleada, temporera y cuanta actividad le permitió su humanidad robusta. Quizás su nombre fue la primera ironía enjuagada en las aguas benditas de la pila bautismal. Siendo su piel atezada cual si un sol diminuto en el vientre materno le hubiese pintado en su rostro el fuego de muchos veranos, sus padres la apodaron con el más albo de los nombres para que se lo apropiara con valentía, con el barro en las manos y la risa afrontando esa existencia dura que le tocó en suerte.
Todo esto sería una historia más de las tantas que llenan páginas anónimas que luego se pierden en cuadernos olvidados. Pero, esta mañana, Ana comenzó su día sin distingo con el anterior y tal vez muy similar al siguiente. La epidemia ha aquietado con puño de acero todas las actividades que implican viajes, juntas con amigos e incluso salidas a la esquina y lo que viene sobrando y a lo cual conviene aferrarse es a esa rutina que de tanto ser rutina, termina facilitando el manejo de las situaciones.
Pero Ana tenía una inquietud que sin poseer una forma definida, la intranquilizaba. Era una sensación vaga que pronto adquirió matices domésticos. Un goteo misterioso que pareciera desarrollarse en ocultas cañerías. Quizás los lectores recuerden el calefón llorón que nosotros atribuimos a la repentina muerte de Manuel, el gasfíter. Pues bien, Ana no se resolvía a despejar del todo esa cosa informe que la frenaba y a la vez sentía la necesidad de quitársela de encima. Y atreviéndose, marcó un número en su celular. Llamaría al hijo de Manuel para preguntarle si el duelo apozado en su corazón le permitía continuar con su existencia. Claro, de una manera más simple. La voz del muchacho reflejó su madurez, el dolor persistía, pero tendía a aplacarse y por supuesto, la vida siempre aguarda al despuntar el día. Ana se alegró al comprender que el muchacho poseía ya el bastón de mando en sus manos vigorosas. Ahora, le consultaría lo otro, el tema que le preocupaba y para el cual necesitaba una solución. Antes que comenzara a modular las palabras necesarias, el joven la interrumpió:
-Ahora estamos de nuevo de luto. Se nos fue la abuela.
-¿Cómo? ¿Falleció la Nieves?
-Anoche. Creí que me llamaba por eso.
Y la mujer recordó a esa empleada que pasó a ser parte de la familia como muchas otras personas que se afincaron en esa casona. Y la pensó vigorosa, ágil y creativa, esa Nieves dibujada en sepia en su memoria remota.
Y una vez más, esos lazos que de algún modo jamás parecieran desvanecerse, esa inquietud repentina que la asoló y la Nieves, revolviéndose en su lecho ya sin motivos, sin recuerdos ni nombres que pronunciar, pareciera ser que al final se despegó también de ese lecho infructuoso para proclamar su partida. Como Manuel y el calefont y ahora esas cañerías que parecieran sollozar por la buena de la Nieves. Y la intranquilidad de Ana tomó cuerpo para transformarse en una pena honda y melancólica que no la aplacaron esas flores que compró para la difunta y que depositó a los pies de la urna.
Ya la Nieves descansa por fin en paz y la inquietud de Ana se va diluyendo en letanía de suspiros que dan paso a otra preocupación. Acaso, ese goteo misterioso, que tal vez también se haya acallado.
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