El ruido era ensordecedor, tan penetrante que hacía imposible pensar. Su cabeza, un lío de imágenes sin sentido, de bocas abriéndose en expresiones grotescas, de brazos alzados, de movimientos absurdos.
En un intento por despertar la lucidez quiso gritar, pero su garganta estaba irremediablemente sellada. Lo único que lo gobernaba eran los espasmos que sacudían su cuerpo y que, curiosamente, parecían nacer de su mano. Eso sí lo notaba, su mano se había erigido en la expresión del cuerpo y del poco de alma que se podía permitir mostrar.
Los segundos pasaron como horas, mientras el mundo giraba vertiginoso y estridente. En vano busco asilo en un rostro amigo, todas las caras, deformadas por el horror, le parecían ajenas y distantes.
Un último estampido ahogó sus sensaciones y se hizo silencio. Un silencio denso y pegajoso. Un silencio que queriendo aliviar, hería, sangraba, mutilaba.
Pronto sintió un abrazo, el cálido contacto con un cuerpo ajeno. Pudo palparlo, olerlo, desearlo. Al fin estaba a salvo.
Abrió los ojos y vio el escenario. Curiosamente, el pizarrón estaba rojo, los bancos tirados, había cuadernos y lapiceras por doquier, y un río nauseabundo se abría paso por entre los cuerpos desparramados.
Su entorno era una pesadilla, un mal sueño del que debía despertar.
Hizo un último esfuerzo, entonces recordó. Miró su mano justo en el instante en que le arrebataban el arma.

No pudo sonreír como había planeado. Todo resulto mucho más triste, más extenuante, mas vano. Absolutamente vano.
Caminó lentamente, mientras unas palabras lo aguijoneaban, “no hay reivindicación posible”