Las visitas quieren saber por qué el piano de mi casa no suena. Mi respuesta es simple: ha preferido guardar silencio desde el día en que conocí a mi esposa.
Nos enamoramos a nueve mil kilómetros de distancia por una casualidad. Después de algunos meses de tratarnos por correo electrónico y horas de video llamadas, partí a reunirme con ella. Era invierno, hace diez años, abrió la puerta de madera blanca que da al lobby desde donde se aprecian los árboles de la avenida. Ahí al fondo, se encuentra el hermoso piano negro. Al tenerla enfrente, la abracé tan fuerte como pude y cerré los ojos conteniendo mis lágrimas de felicidad. Pude escuchar su respiración y sentirla entre mis brazos cuando las notas de Satie robaron mi atención. El piano, intentaba participar en el momento y alimentar su ego, pero, los besos silenciaron todo alrededor. Aferrado, insistía en ser artífice del erotismo y, sin embargo, lejos de provocar un arrebato pasional, fue tiempo de descubrirnos de a poco, entre las sábanas y la luz de la tarde colándose por todas partes. Entonces, el piano entendió que no lo necesitábamos. No importa el esfuerzo que hiciera, el sonido de dos almas que se despiertan entre sí, es algo que pertenece al silencio.