Cuando Soledad llegó al lugar que apenas distinguía debido al rocío que la circundaba, sintió por debajo de sus pies, como si alguien quisiera atraparla.
Corrió por la angosta franja que la separaba del rio cercano, hasta llegar al prado, cuando vio que desde lo alto del roble bajaba un matorral deslizándose de forma lenta. Algo trepaba por sus piernas y la inmovilizaba. Se detuvo, pero no se inmutó, ni se movió. Eran como enredaderas subiendo desde sus talones hasta sus rodillas, una hiedra mohosa, que le comunicaba algo. Se agachó de un modo que pudo percibir que alguien dentro de una suave hojilla le decía:
_ Vuelve sobre tus pasos, y asegúrate de trabar tus pertenencias. Vendrá un torbellino que los derribará. Han sido castigados. Ahora te desataré y correrás hacia tu casa.
Soledad vio cómo lo verde se destejía de sus piernas. Anduvo lo más rápido que pudo y al llegar a su casa, ató los enseres, ató a su hijo a las sillas, tomó la mano de su madre, aferrándola con delicada rudeza. Ella incólume, giró sobre sus talones y mirando por la ventana vio como el cielo comenzaba a cambiar de color, desapareciendo como movido por un tornado. De pronto la casa empezó a sacudirse. Miraron a través de la ventana y vieron cómo una planta gigante subía hacia el cielo, sacudiendo lo que había a su paso, temblaron, pero ella sabía, que aquella trepadora le había revelado el secreto.
Al día siguiente, todo era diferente a lo habitual, un murmullo sobrecogedor se escuchaba, y todo era verde, sus cabellos, sus casas, había como raras especies arrastrándose, camalotes por los ríos, sapos, culebras, anfibios, resonaban en los oíos de los pocos seres que habían sobrevivido en la tierra.
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