Un texto antiguo más.
Un hombre dedicó su vida entera a buscar La Verdad, la buscó con ahínco, con tesón, con fe, con unas ganas inmensas de topársela de frente; pero en los caminos recorridos, con quien se encontró las más de las veces fue con La Mentira. Ésta sí que le saltaba al paso a cada momento, le ponía obstáculos, le metía el pie, lo hacía tropezar con frecuencia para desilusionarlo y hacer patente su torpeza. Aquel hombre siguió imperturbable su búsqueda de La Verdad, tenía la certeza de encontrarla al fin.
En esa tarea tenaz se le fueron pasando los años, hasta que se vio convertido en un viejecillo decrépito y necio que ya no aceptaba el fracaso como respuesta. Llegó al día de su partida, aún decidido a no dejarse vencer. Sus últimos segundos, le sirvieron para reflexionar en la inutilidad de su vida, de su empecinamiento vano e infructuoso. Reconoció que lo único verdadero que encontró a través de tantos tropiezos y sinsabores fue La Mentira, monda y lironda, desparpajada, cínica, fatua. Tuvo un atisbo breve, fugaz, de que quizás su búsqueda no había sido del todo inútil, porque La Mentira siempre fue real, auténtica, una verdad evidente (quizás, La Verdad).
Mientras la luz de sus ojos se apagaba sonrió por última vez, Verdad o Mentira, nada de eso importaba ahora, porque lo único cierto en aquel instante, era su muerte.
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