Cuando a Meyer le correspondían esos turnos nocturnos, salía a las 5:00p.m. de su casa hacia la fábrica, en su natal Berlín. Así lo hizo el 12 de agosto de 1961, un sábado. Ahora que su amor por Wanda lo hacía feliz, debía esforzarse por ahorrar para poder casarse. Con dicha motivación trabajó durante la noche, y al terminar su turno, al amanecer, sin afán esperó a que abrieran la panadería que quedaba junto a la fábrica, para comprar desayuno y compartirlo con Wanda, quien estaría despierta a su regreso. Luego se dirigió hacia el oeste, a casa de su prometida. Pero unos pasos después tuvo que detenerse ante una muchedumbre agolpada, gritando y protestando de manera enérgica. Cuando por fin logró acercarse, lo sorprendió una cantidad inusual de militares soviéticos, quienes con sus fusiles, de manera agresiva, intentaban hacer retroceder a quienes como él, se dirigían a algún lado del oeste. Además de los militares, había un muro en ladrillo de cemento que estaba siendo rematado con una alambrada. Lo habían construido durante la noche.
Ante la angustia de que se tratara de lo que desde meses atrás venía sospechando, intentó de todas las formas posibles hablar con los militares, explicarles que su hogar estaba del otro lado, que su corazón y su futuro también; pero además de gritos ininteligibles, recibió un culatazo en la frente que lo dejó inconsciente durante varios minutos.
Se despertó confuso, débil, adolorido, y confirmó que la cosa iba en serio cuando un hombre que intentaba lo mismo que él cayó herido con un tiro de fusil en la pierna. No tenía caso, intentaría por las vías diplomáticas, él no pertenecía al este, y no lo podían separar así de su vida.
Pero antes que nada debía avisar a Wanda. Buscó la forma de ver hacia el otro lado, hasta que logró escalar hasta la terraza de un edificio a media cuadra del muro, y empezó a escudriñar. Se demoró en verla, pero la esperanza y el amor le ayudaron a divisarla entre la gente, subida en la banca de un parque. No fue difícil que ella lo viera, pues para ese momento a nadie más se le había ocurrido subirse a una terraza. Con el lenguaje que permitieron las señas, logró tranquilizarla un poco, le comunicó que esperara, que todo iba a estar bien, que lo iban a resolver. En cambio él no quedó tranquilo, y menos cuando ella le hizo una señal curva señalando su vientre. Comprendió que esperaban un bebé.
Al principio, la ansiedad era su motor para sobrevivir mientras agotaba en vano las vías diplomáticas. Luego una extraña resignación le proporcionó algo de calma, y con ella, a la par que se construía una vida temporal, continuó con su propósito, planeando vías diferentes para cruzar el muro, las cuales iban desde lanzar una tirolesa hasta hacerlo en un globo aerostático. Ninguna resultó efectiva para ser lograda sin exponer su vida.
Sus intentos se extendieron durante 28 años.
El 9 de noviembre de 1989, un jueves, agotada la paciencia pero aún sin resignarse, se dispuso a llevar a cabo su último plan. Era definitivo: o cruzaba o moría.
Con la perra en celo que había constituido su única compañía, distraería a los perros que cuidaban la zona entre muros existente ahora. Lo haría de noche, por el punto donde antes quedaba la estación. Su plan, minuciosamente elaborado, había sido revisado y ensayado. Sólo faltaba llevarlo a cabo. Con la adrenalina a tope, considerando que encontraría la muerte o la felicidad, se dispuso a pasar, hacia las 3:00a.m., hora en que los guardias tenían el cambio de turno. Fue al acercarse al muro cuando vio una muchedumbre circulando por uno de los puntos de control fronterizos, y sintió una sensación opuesta a la del día en que no pudo regresar.
Su corazón se aceleró, al igual que sus pasos mientras lo conducían al punto de control. Por alguna razón que no comprendía, mientras lágrimas amargas rodaban por sus mejillas, y mientras la perra lo miraba como entendiendo que no serían necesarios más sacrificios, pasaron, sin ser retenidos, entre otras personas eufóricas, a buscar su vida perdida.
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