Percibí la silueta del hombre cuando se hallaba como a unos cincuenta metros de mí, caminaba en sentido contrario al mío, no tardaríamos en encontrarnos de frente. Pasaba de la medianoche, la oscuridad y el deficiente alumbrado de la calle solitaria no me permitían distinguir gran cosa. Por la sombra del individuo pude entrever el gran sombrero de alas muy anchas que llevaba puesto. Se acercaba rápido, con suavidad, en silencio, sin que sus pasos resonaran en el maltratado pavimento. Aunque la noche era cálida, agradable, me entró un escalofrío extraño, como una angustia, como el presentimiento de algo inexorable, que casi me obligó a cambiar de dirección y esquivarlo, tratando de alejarme lo más posible de su persona. No logré hacerlo porque se hallaba ya tan cerca de mí, que el individuo podría interpretar que le tenía miedo. Si no se lo tenía, lo tuve cuando me atajó el paso, el rostro semi escondido entre las anchas alas del sombrero, un cigarrillo aplastado y maltrecho entre los dedos de una mano flaca, sarmentosa, e inquirió:
-¿Tienes fuego?
La voz apagada, cavernosa, que profirió aquellas dos palabras, terminó por trastornarme. Tenía un timbre indefinido, entre rugido de algún animal y voz humana (¿o no?). No supe ni pude responder a pesar de la molestia de escuchar que me tuteara. Me detuve en seco, mirando su boca desdentada, las arrugas profundas y siniestras (sí, siniestras) que sobresalían de la sombra de aquel peculiar sombrero. Parecía un hombre muy viejo; sin embargo, no podría asegurarlo. Reaccioné tardíamente, sólo para contestar con torpeza.
-No. No fumo.
¿Qué le importaba a aquel sujeto si yo fumaba o no? Sentí coraje contra mí mismo, por no haber dicho simplemente: no.
El tipo levantó un poco el rostro y entonces sí me entró pánico. La cara del vejestorio apareció plena, casi sin color, espantosa, con la piel de la boca y las mejillas untada a los huesos, asquerosamente llena de arrugas infinitas.
-Nunca acepto un no cuando pido fuego-, dijo.
Sus palabras semejaron trozos de metal entrechocando fuertemente entre sí. Me ensordecieron como si hubieran sido gritos proferidos con brutal estridencia. Quise replicar algo, pero mis labios estaban sellados.
-Cuando eso sucede- continuó-, les doy a guardar esto.
En el tono de su voz había determinación, burla, superioridad de taimado. Y la aparición del enorme puñal en la palma de su mano, fue una demostración de magia pura, aterradora. Miré un segundo el brillo del arma surcando el aire y luego ya no lo vi, mientras el hombre clavaba profundamente el puñal sobre mi estómago. Abrí mucho los ojos y aguardé unos instantes esperando sentir el dolor de la herida, ver correr mi sangre manchando el negro pavimento; mas nada de eso sucedió. Fascinado, sorprendido, confuso, me hundí en la mirada fiera y cargada de odio del vejete, quien ahí mismo, se fue disolviendo lentamente en el aire y la oscuridad de la noche, sin dejar la más mínima huella. Permanecí quieto durante varios minutos, impactado, sin dar crédito a lo recién acontecido. Luego, ligeramente repuesto del susto, comencé a palparme el estómago, arriba, abajo, a los lados. No había herida alguna; pero la sensación del puñal penetrando en mis carnes persistía, estaba ahí, lacerando invisible mi organismo.
Como en un sueño recorrí el resto de aquellas calles oscuras y solitarias hasta llegar a casa. Seguía sin dar crédito a lo que acababa de pasar. Un fantasma me había apuñalado.
Han pasado varios días desde entonces. Adelgazo a ojos vistos, me miro flaco, ojeroso, bastante desmejorado. Por las noches intento dormir, mas no lo consigo. El insomnio, la duda, finalmente el temor, me mantienen despierto. Sobre todo la duda. Físicamente parezco no estar herido, aunque en teoría debería estar muerto. Lo malo es que estas malditas reflexiones me asaltan a todas horas y no me dejan sosiego; porque ahora, sin importar demasiado los hechos, me encuentro obsesionado por saber si realmente estoy vivo (eso creo), o sólo soy un vago recuerdo y éstas, son las palabras desesperadas de un hombre muerto.
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