Cuando el pasto de la casa comienza a crecer en forma desmedida y las ligustrinas adquieren un aspecto desgreñado, es hora de apelar al número telefónico del jardinero, un señor que pareciera tener la concesión de todos los prados y jardines del barrio y que con su agudísima voz, responde: -Mañana a las cuatro. –Bien pues, lo esperamos a las cuatro. Y al día siguiente, el timbrazo nos anuncia su llegada y al franquearle el portón, ingresa su cochecito eléctrico repleto con todos sus implementos de jardinería: podadoras, cortadoras, tijeras, escalera y varios otros múltiples aparatos que utiliza en su labor.
El jardinero es amable, pero de escasa verborrea. En uno de esos alardes de confidencialidad nos comentó que sus padres lo bautizaron Hervé por Hervé Vilard, un famoso cantante popular de los años sesenta. Bueno, nosotros le podamos el acento de un brusco tijeretazo y sólo lo llamamos Herve, don Herve. Quizás una forma inconsciente de separar la imagen del cantante francés con la de este esforzado trabajador que es posible que no sepa tararear Capri c´est fini o Un monde fait pour nous pero que armoniza con arte los diferentes jardines del vecindario. Antes de iniciar su trabajo, solicita un par de bolsas para depositar lo cortado y en más de una ocasión ha aceptado un vaso de bebida y mientras paladea el refrescante líquido, avienta otro par de palabras que como si fuesen preciosas enredaderas las atesoramos en lo que valen. Sabemos que arrienda un cuarto en las cercanías, que no bebe ni fuma y jardinea desde que tiene recuerdos. No nos atrevemos a consultarle por su vida sentimental temiendo que rocemos alguna herida en su corazón. Como decimos por acá, parece que es solo, que vive en una pieza con su alma solitaria, añorando quizás qué asuntos tristes de su pasado. Su rostro conserva la memoria agresiva de tantos soles que ha adquirido el tono cobrizo de una moneda de cincuenta pesos y su cabello cortísimo es casi una pancarta que manifiesta su pericia para despelucar prados y ramaje.
En preciso mencionar que sus herramientas petroleras provocan un ruido ensordecedor y cualquiera imaginaría que esta mezcla espuria del ronquido de automóvil con el escape tapado y el concierto en vivo de una banda de rock metálico sólo puede originar un descalabro. Pero una vez que este hartazgo de decibeles es silenciado, contemplamos una mullida alfombra de matizados verdes que invita a picoteo de zorzales y gorriones y de alguna ocasional torcaza que se proponga visitarnos. Las ligustrinas recobran su elegancia y ya todo en regla, le consultamos por la tarifa:
-Diez pesitos - responde con ese tono tan suyo que se va aguzando hasta terminar sus frases en algo parecido a un chillido. Traducido, son diez mil pesos, una suma módica que nos libera de frondas excesivas que la temporada estival prodiga para beneficio de pájaros aventureros y un don Herve solícito para sofrenar tanto alarde de clorofila embravecida.
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