Suena música en mis oídos. Desde hace varios días me encuentro atrapado entre las notas, el ritmo y las letras de infinidad de canciones disímbolas. Puede ser un rock el que puebla mi cerebro, una cumbia para bailar muy pegadito con una mujer bonita, o una ranchera para cantarla adolorido del corazón.
Los géneros musicales se entremezclan en mi cabeza, todos estiran las manos para atraparme y lo hacen, porque yo no tengo voluntad ni intención alguna de escapar. Escucho la voz de Celio González cantando “Vendaval sin rumbo” y me derrito sin poderlo remediar; si Alejandro Filio entona “Brazos de sol”, quiero correr para buscar los brazos de RBG y acunarme en ellos; a lo mejor Acerina y su danzonera interpretan “Nereidas”, y logro que María Rojo se anime a bailar conmigo. Qué tal si Real de Catorce interpreta ese blues hipnótico que es “La medicina”, que tiene la cadencia exacta para embrujar y desear beberse un par de tragos de tequila, aunque eso debiera ser con “Ella”, de José Alfredo Jiménez.
Me embargan muchos sentimientos diferentes cuando escucho música, no es lo mismo escuchar a Mozart, Beethoven o Vivaldi, que Deep Purple, The Beatles o Led Zeppelin toquen una de sus rolas; pero la emoción experimentada con la música de todos ellos, abre en mi interior la necesidad de sentirme feliz, colmado.
The Cream, Eric Burdon, Silvio Rodríguez, Óscar Chávez y muchos artistas más, tienen el don de conmoverme con sus canciones. No pretendo que este apunte se convierta en una lista insulsa de nombres; pero no niego lo feliz que me hace en estos días, la música de cualquier género: clásica, rock, nueva trova, salsa, rock and roll, banda, ranchera. Desde Bach a Pink Floyd, la Sonora Matancera o Soda Stéreo. Stop.
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